Los miembros del Consejo General del Poder Judicial le acaban de hacer un flaco servicio a esa justicia que gobiernan. El lunes protagonizaron un espectáculo lamentable cuando el mercadeo de cargos entre unos y otros frustró la elección del nuevo presidente del Tribunal Superior de Justicia de la Comunitat Valenciana. Un pacto previo hacía previsible la elección de uno de los tres candidatos, Pedro Castellano. Sin embargo, maquinaciones parciales de última hora frustraron esa opción y forzaron la prórroga en el cargo de su actual titular, Juan Luis de la Rúa, objeto de polémica por su actuación en el caso Gürtel y por la severa desautorización a la que se vio sometido por el Tribunal Supremo.

Se supone que la justicia debe ser ciega, sí. Pero sus administradores —y más aún si pertenecen a la carrera— no pueden permanecer cegados al descrédito que supone la imagen de que se imponen las maniobras políticas y el reparto de cargos por cuotas y no por la valía de los candidatos. Más aún cuando la mayor parte de los jueces de este país no está afiliado a ninguna de las asociaciones profesionales que se han atribuido para sí mismas el reparto del poder. Representa una pérdida de credibilidad que agrava el hecho de que la justicia sea ya una de las instituciones peor valoradas por los ciudadanos. Una percepción que se refleja, además, en el lamento de otro de los candidatos, José María Tomás y Tío, el único capaz de criticar públicamente el desaguisado al afirmar que «lo que importa no es la justicia, sino los intereses políticos de cada uno». En sus manos está devolver la confianza en este poder básico del Estado.