La campaña en curso contra el burka no tiene nada que ver con la opresión de la mujer que vive debajo de esa mortaja, a manos de los hombres que le obligan a llevar sudario. Tampoco es un desafío a la nueva religión verdadera, ni una concesión a las presiones de los artesanos del botox y la liposucción, ni una cortina de humo para disimular la crisis económica y los errores de España en el Mundial. Simplemente, la oleada de condenas intenta neutralizar nuestro artículo preestival y anual contra el pantalón bermudas, una iniciativa altruista que nunca ha ocultado su condición de cruzada.

Gracias a nuestra reiteración y sin olvidar la calidad literaria de estas entregas anuales, un diez por ciento de hombres han renunciado al bermudas. Queda por convencer al noventa por ciento restante, porque la mies es mucha y los obreros pocos. El recorte del burka interfiere en nuestro benéfico apostolado, porque esa tienda de campaña unidimensional es una anomalía minoritaria salvo en Kabul, donde mueren jóvenes occidentales para que no se convierta en la prenda única. Los partidos mayoritarios cooperan de nuevo para ocultar el problema del calzón corto, más acuciante y sobre todo más ofensivo para los viandantes.

Las modas adelantan que es una barbaridad. Los articulistas ocasionales fuimos instruidos para combatir los vaqueros enfundados en las botas femeninas, la exhibición callejera de camisetas de clubes de fútbol o el bermudas, pero confundiríamos fácilmente el burka musulmán con un pasamontañas cristiano. Esperemos que se nos ahorre la humillación de encuestar a hombres en calzón corto sobre la proscripción del niqab y asimilados. Siempre dialogantes, nos aferramos a la transacción del dos por uno, y encarecemos al legislador a que incluya al bermudas entre las prendas intolerables, porque degrada a su espectador. Se trata de prohibir por favor, con educación. Sólo así se persuadirá a millones de personas desencaminadas de que la pantorrilla es la sección menos erótica del varón humano.