Vistas las cosas con un poco de perspectiva, sin necesidad de avalar teorías conspirativas y conocidas las inmensas riquezas que guarda el subsuelo de Afganistán (no es petróleo, es mejor) parece claro que el atentado del 11-S contra las Torres Gemelas y el Pentágono pertenecen a la misma clase de misteriosos desencadenantes que la explosión del Maine, el incidente del golfo de Tonkín o el ataque a Pearl Harbour (Manu Leguineche concluye que Washington sabía más de lo que reconoció y previno): excusas para alimentar, respectivamente, las guerras contra España, Vietnam o Japón. Por si alguien detecta en mis palabras el intolerable virus del antiamericanismo, añado que el precedente de todos ellos es el telegrama de Ems que, manipulado por Bismarck, condujo a la guerra franco-prusiana.

Es decir que no hace falta que el atentado lo ejecutaran tenebrosas redes tejidas por poderes ocultos, privilegiados y fuera de control (¿para qué, teniendo a mano a cabestros como los integristas?), basta con preguntarse como en las novelas de detectives a quién beneficia el crimen. Y vive Dios que está clarísimo: ahora se comprende la ineptitud de la CIA y también que gracias a la comprensión mundial con la ira de la superpotencia, ésta se plantó en Afganistán y, más tarde, en Iraq, pudo cruzar el viejo cielo soviético (y fotografiar cuanto le viniera en gana) y establecer bases militares en países como Kirguizistán, que se consideraban del estricto círculo de influencia rusa (mientras la frontera este de la OTAN se desplazaba cada vez más cerca de Moscú).

Por cierto que en Kirguizistán se desató, el otro día, una escabechina de uzbecos sin que la presencia de las disciplinadas tropas americanas sirviera para frenar la carnicería. Ellos están a otra cosa. Las guerras de Afganistán e Iraq son inmorales y estúpidas (la de Iraq es, encima, ilegal). No pintamos nada allí, a no ser que la perspectiva sea participar en un reparto de los despojos cada vez más improbable: vamos perdiendo el pulso y es que en el combate, además de fuerza, conviene tener algo de razón y derecho.

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