Si la naturaleza imita al arte, como dijo Oscar, la realidad pende y depende de la televisión. Los acontecimientos no suceden porque sí, mas bien porque demandan ser retransmitidos. La televisión podría existir sin la realidad, porque acabaría inventándose una para insertar los anuncios, pero la realidad necesita ser validada por la televisión.

Había luna creciente, cuando los mineros comenzaron a ascender en la cápsula de la NASA que tanto recordaba a un artefacto de Julio Verne. Una emisión admirable. Esa cálida y gregaria sensación de saber que millones de personas contemplan las mismas imágenes, aun con diferentes audios. El derrumbe, el encierro, el sufrimiento de las familias, con sus distintos perfiles humanos, todo parecía haber sucedido para desembocar en la retransmisión en directo del desenlace. Un gran acierto fue comenzar el programa al poco de la media noche, con el fin de iluminar el escenario natural con luz artificial, que siempre añade mayor dramatismo. Me atrapó el ritmo del guión, lo que llaman la «escaleta» en el medio. Muy atinada también la idea de sacar primero a un atractivo minero, casi un galán de telenovela latina, que tenía además una guapa esposa y un chaval monísimo llamado Byron. El segundo era un showman, y acabará presentando algún programa en la Televisión Nacional de Chile, pero antes lo veremos en La Noria, qué se apuestan. La tercera edad salió a la superficie horas más tarde, cuando ya el universo de potenciales espectadores era mucho menor.

Extraordinario también el presentador, en la actualidad presidente de Chile, un tipo afable y muy bien maquillado, dando paso a cada uno de los protagonistas. El señor Piñera invocó a Dios como máximo «sponsor» del programa, creo yo que erróneamente, porque los mineros han salvado sus vidas gracias a la televisión. Dudo mucho que sin el calculado impacto de esta retransmisión planetaria se hubieran invertido tantos esfuerzos en ponerle un final feliz. Pero bien está lo que bien acaba, y el programa me emocionó especialmente por la humilde condición de esas personas. Otra cosa hubiera sido el rescate de un grupo de banqueros y tiburones financieros, atrapados por azar en una de sus cámaras acorazadas. Ahí habría sacado seguramente lo peor de mí mismo, que es mucho, y siempre dispuesto a emerger a la mínima.

No faltó detalle, y no como en la retransmisión de la llegada del hombre a la Luna, en 1969, tan pedestre todavía, por el temprano desarrollo del medio. Muchos siguen sin creer en la veracidad de aquel acontecimiento, por la escasa convicción de las imágenes, que habrían podido rodarse en un plató de la Nasa. Un tío mío murió convencido de que había sido un fraude. Inolvidable la imagen del cohete entrando en la mina. El presidente de Chile y su ministro de la Minería no sé que tal serán como políticos, pero desde luego son unos genios de la televisión, como máximos responsables del operativo. Berlusconi, con todo su bagaje de gran hacedor mediático, nunca ha ofrecido al mundo un programa tan emocionante, aunque dicen que Italia va a volver este año a Eurovisión. Igual se retrata ahí el Cavaliere.

A ninguna cadena se le ocurrió contraprogramar el éxito chileno con El gran carnaval, un cáustico filme de Billy Wilder. En esa película sale Kirk Douglas haciendo de malvado periodista, que también los hay, aunque todos son sospechosamente buenos, generosos y solidarios en sus columnas. Un indio ha quedado atrapado en una mina. Habría sido fácil rescatarle entrando en el yacimiento, pero Kirk convence al sheriff para que lo haga más lentamente desde la superficie, barrenando trabajosamente la roca. De esta manera podrá construir una gran historia para las masas, a costa de la agonía del indio atrapado. Nada que ver con Chile, desde luego, pero sí vendría al pelo, la emisión de este filme, para debatir las consecuencias mediáticas de lo ocurrido allí. ¿Hasta qué punto puede la televisión modificar el curso de un acontecimiento? ¿Habría triunfado igualmente el Alzamiento Nacional con media docena de cadenas a la contra?

Leo que la producción de este programa costó catorce millones de dólares, que es más o menos el precio de una edición del Gran hermano de aquí, o de una serie de trece capítulos de Águila roja. Esa cifra se hubiera podido recuperar fácilmente insertando publicidad en las camisetas de los mineros, por ejemplo. O con una pausa comercial cada vez que el cohete estuviera a punto de emerger a la superficie, salvando una vida. La empresa propietaria, que deberá de abonar los gastos, podría hacer frente al asunto convirtiendo la mina en un plató de televisión, para el próximo Supervivientes. O montando un restaurante subterráneo de lujo decorado por Philippe Starck, para millonarios sofisticados. Después del enorme programa de la otra madrugada, el Gran Hermano que empieza nos va a parecer El mago de Oz. Sugiero el apuñalamiento colectivo de Mercedes Milá, para levantar la audiencia, remedando la escena de Julio César, aunque ninguno de los moradores de la casa sepa quién fue William Shakespeare.