Me lo olí durante la presentación en Las Arenas de una nueva edición del Anuario de la Cocina de Toni Vergara: el AVE puede ser el nombre de la nueva manifestación de nuestro espíritu providencialista. Desde que el cerro del Potosí suministrara plata a espuertas, que el español ha confiado en la riqueza repentina, la ayuda americana, el cuponazo y el bote de la Primitiva, la recalificación llovida desde los despachos municipales, el petróleo de Valdeajos, la pacífica invasión del país por europeos de calzón corto y ahora, como decía, el AVE Madrid-Valencia. Creo que fue nuestro director Ferran Belda quien incluso cuantificó su posible influencia en la economía local.

En Las Arenas me encontré, lógicamente, con muchos amigos hosteleros. Uno de ellos me cuenta que desde que estalló la burbuja del ladrillo —qué raros somos: una burbuja de arcilla cocida— su restaurante ha sufrido dos colapsos. Entre los dos ha sido licenciada la mitad de la plantilla. Pero no hay nada tan benigno como el sol de octubre y las expectativas y los corazones se caldean. El madrileño es un yonqui del arroz y tiene su corazón de niño ligado a la arena de una playa mediterránea. Dice el periodista Carlos Maribona que la gente de Madrid llena los restaurantes como si no hubiera crisis, incluso más que antes. No me extraña: en los años buenos, la capital amasó cantidades ingentes de conexiones, hubs, holdings y mera pastizara, aunque esté oculta porque es de natural cobarde.

Dicen que con el AVE la paella está para los madrileños al alcance de un tren de cercanías y Rafael Vidal se plantea abrir negocio en Valencia. Se afirma que hemos desbancado a Francia en la exportación de vinos (vendemos más, pero más barato, y un célebre enólogo está rematando sus prioratos a mitad de precio), que destacamos en sistemas de desalación y navegación aérea, empresas de infraestructuras, tecnología médica, energía solar y eólica y hasta en moda nupcial, pero lo que se nos da bien, de modo general y gracias a dios, es poner mesas y llenar vasos.