Aquel que se va, en algún lugar ha de ser recibido. Las ex ministras Bibiana Aído y Beatriz Corredor han descendido un peldaño en esa portentosa telaraña de la agitación del poder y han recibido una catarata de saludos del inmenso teatro por su estoicidad. Como partir es morir un poco (o como morir es partir demasiado, que replicaba el filósofo) Aído y Corredor, hoy secretarias de Estado de sus respectivos ramos, se han apresurado a ­subrayar, ante su infortunio, la superioridad del proyecto común frente a las individualidades. No importa la persona, sino la causa. No es sustancial el lugar que ocupe el individuo, sino la prodigiosa grandeza de la idea. Los devotos de las ex ministras han bendecido ese ideario; sus antagonistas han acentuado el significado de la degradación. Lo cierto es que las ex ministras continúan vinculadas al Gobierno, como el personaje pegado a la página de la novela, aunque ahora reciban más órdenes: las de su inmediato superior y las del presidente Zapatero. Antes se libraban, al menos, de las arengas del ministro. En toda organización existen superjefes, jefes y jefecillos. El poder —el político, en este caso— no se libra del esquema galdosiano y ministerial. Quizás lo lógico sería marcharse a casa ante la desafección del poderoso. Pero el adiós es duro. Se inicia una soledad indeterminada e inquietante para quien ha sido regado con los perfumes del privilegio. ¿Y de qué han de vivir las ex ministras? Si en las organizaciones empresariales se acepta la relegación de los sujetos y resulta que un jubiloso ejecutivo se subsume de repente en el cargo de oficinista, y el oficinista se ve «proscrito» a su vez a la condición de ordenanza sin que se abra ninguna tempestad, ¿por qué la política se habría de apartar de ese patrón social de subsistencia doméstica? El presidente regional se entroniza como senador, el consejero como diputado y el concejal finaliza su carrera como asesor de alguna remota empresa pública de discutible origen y armadura.

El tormento mayor del desprecio del poder, sin embargo, es la invisibilidad. Se sabe que la causa por la que se lucha conduce a las puertas del infierno, puesto que dicta transformaciones en los individuos inducidas por deseos u obsesiones. Esa decepción puede ser postergada por la atención luminosa de los focos. En la sociedad mediática, en la que sólo aquello que llega al conocimiento público existe, los focos son el altar sagrado donde se efectúa la ceremonia de la vida. Y de repente, como el Griffin de H. G. Wells, el personaje se convierte en invisible. Ha bastado la decisión del todopoderoso al amparo de una tostada y una taza de café. Como el personaje de Wells también, hay que apresurarse a buscar la pócima para revertir el proceso: para acabar con esa transparencia aterrorizadora. Un cambio del jefe de la tribu, hoy Zapatero, mañana Blanco o Rubalcaba, ¿no podría subsanar la vileza? Una legión de damnificados espera. Secretarios de Estado, directores generales, diputados, senadores. Tal vez la propia Corredor o Aído. Nunca se sabe. El romanticismo consideraba el arte una actividad jerárquicamente superior. Algunos creen que esa potestad la gestiona hoy la política mediante el poder. Dejemos ahora el compromiso público: en parte se lo llevó Sartre a la tumba.