El otro día, Felipe González escribía un artículo sobre las pensiones —cómo garantizarlas—, sobre la necesidad de la inmigración como fuerza de trabajo y, en fin, sobre las necesarias reformas del Estado de Bienestar —«en la evidencia indiscutible de que el mundo cambió»—­, que bien lo hubiera podido suscribir un liberal moderado de convicciones morales solidarias. ¿Es lo que queda de la socialdemocracia? Parece que sí. Las reformas del Estado social las dictan el FMI y los mercados y la política con mayúsculas es cada vez más una lanza herrumbrosa. El límite entre derecha e izquierda se difumina. No tanto en España, puesto que los partidos conservadores nacionales —el PP— están pegados a la tradición católica, que los cerca y lo derechiza. Y porque legitiman una idea de España menendezpelayesca, de legados imperiales e indivisibles, que acuchilla la pluralidad. ¿Pero en la redistribución de la riqueza? ¿En el ajuste social? La crisis actual, enorme y poderosa, ha dejado en carne viva todas las deficiencias de la «izquierda». Si pesaba sobre ella una inmensa duda, ésta se ha roto dejando múltiples interrogantes. La conclusión es que el electorado de a pie apenas distingue entre los «productos», dada su sintonía. La revisión de las políticas sociales se efectúa en Madrid y en Londres, en Berlín y en París. Socialdemócratas y conservadores giran sobre cambios paralelos. Es una evidencia que arranca a la socialdemocracia parte de su personalidad.

A las puertas de otro mundo, sin embargo, no convendría agitar la demagogia y levantar muros al consenso. La Generalitat Valenciana se dispone a vender inmuebles —como Andalucía— o a ensayar fórmulas mixtas en la educación y otras áreas públicas. De inmediato es demonizada o ha de cabalgar sobre el epitafio de Alarte: se venden inmuebles para taponar los gastos de la corrupción. ¿No se habría de estudiar la tentativa? La realidad es otra. No hay dinero, ni lo va a haber en mucho tiempo, al margen de los gastos decorativos del Consell, de las desbocadas inversiones en ocios y negocios o en marcas y leyendas. Y de su escasa previsión y su deuda galopante. No hay dinero ni aquí ni en Madrid. Ni en los bancos ni en las casas ni en las administraciones. Y la revisión del aparato de la Administración se impone en convergencia con las transformaciones del Estado de Bienestar.

Se venden inmuebles y se liquidarán más cosas. Y se salvan, de momento, las cuentas de Gerardo Camps. Una tarea titánica, la de vadear los escasos euros entre la violencia de la crisis y la metástasis de la deuda. Al menos en 2011. Pero, ¿y en 2012? ¿Y después? La depresión económica se prolongará al menos un lustro y el horizonte social mudará con ella. Es el tiempo de la política, no de la demagogia, ni del determinismo electoral. El Estado de Bienestar está en la UVI y hay que aplicarle mucha cirujía. Los políticos se pelean al compás de apriorismos ideológicos que tal vez se hayan fragmentado ya. Mientras tanto, se habla de Gürtel y de Brugal, que son dos anestésicos: entretenimiento y circo. Cuando los políticos de aquí se despierten, este mundo ya no estará allí.