Nuestra visión antropocéntrica del cosmos se ha ido desvaneciendo con el transcurso de los siglos. En los primeros sistemas del mundo elaborados por Platón y Aristóteles, más tarde perfeccionados por Ptolomeo, la Tierra ocupaba siempre la posición central. Los astros giraban a su alrededor. Esa concepción perduró por siglos. Aunque Aristarco de Samos, en el siglo III a.C., ya afirmara que el Sol —y no la Tierra— era el astro que ocupaba la posición central, no fue hasta la aceptación de las tesis de Nicolas Copérnico, entre los siglos XVI y XVII, cuando la Tierra empezó a considerarse un planeta más, girando en torno al Sol. La Vía Láctea contiene centenares de miles de millones de estrellas. Nuestro Sol es una de ellas y no tiene nada de especial. Después de destronar a la Tierra de un lugar central, quedaba la esperanza de que, al menos, el Sol sí que ocupara el centro de la galaxia. En 1785, el astrónomo británico de origen alemán Wilhelm Herschel elaboró un mapa de nuestra galaxia basado en la idea de que la visión que tenemos de la Vía Láctea se debe al efecto óptico de estar observando una estructura plana repleta de estrellas desde su interior. Situó el Sol cerca del centro de la galaxia, y ahí se quedó hasta bien entrado el siglo XX. Pero, finalmente, en 1918, el astrónomo estadounidense Harlow Shapley, analizando la distribución en el cielo de los cúmulos globulares, se dio cuenta de que el Sol no reside en el centro, sino que habitamos más bien los arrabales de la galaxia, a unos 30.000 años luz de su centro. Además, nuestra galaxia es una más de entre las miles de millones que forman el tejido cósmico.