Erase una vez una ciudad, no sé si muy lejana o muy cercana, en la que vivía mucha gente que se movía de un lado para otro con frecuencia y, a veces, con pasión. Y utilizaban diferentes medios para hacerlo, desde las piernas de los más humildes y los más convencidos, hasta los coches más sofisticados con sonido estereofónico, que retumbaba por las calles, y aire acondicionado que refrescaba a los de dentro y calentaba a los de fuera. Alguien pensó que para evitar conflictos, lo mejor era separar a cada quisqui y se le ocurrió inventar el carril, gran adelanto de la humanidad, pensó. Carriles para coches, que llamaremos calzadas; carriles para peatones, que llamaremos aceras; carriles para autobuses que llamaremos, pues eso, carril-bus, y carril para las bicicletas que, cansado de pensar, le llamó carril-bici. Ya está todo resuelto, ya tiene cada uno su carril, y cuidado con que nadie se salga del suyo. Para evitar las fugas y las interferencias puso límites, bordillos, líneas pintadas, vallas. Y cuando los cruces eran inevitables, colocó semáforos, otro gran invento. En un momento todo resuelto, todos tenían sus fronteras delimitadas y, con tres colores, estaba claro quién tenía prioridad en cada caso, en cada esquina, en cada situación. Incluso pensó llamarle a la ciudad, carrilandia, donde cada uno tiene su carril. Lo que ocurre es que los carriles no eran equitativos. Lo que más había era calzadas por todos lados, continuas, para llegar a cualquier sitio, incluso invadiendo las aceras para acceder a los aparcamientos, produciendo desniveles para temor de los ancianos inestables. Las aceras sólo eran islas, con frecuencia asaltadas, el carril bici intermitente y el del bus ocupado por los coches. Es como si sólo hubiera un río de automóviles y los demás fueran simples afluentes secundarios. Es cuando llegó la rebeldía, la pasión por el atajo, la ruptura de los carriles. Es al revés, decía la ciudadanía en sus pancartas, en la ciudad primero las piernas, luego las bicis, después el transporte público y, por último los coches. Las autoridades se pararon a pensar; se dieron cuenta de que tenían razón y remodelaron la ciudad priorizando los zapatos y los pedales, controlaron las velocidades, y la contaminación, y los ruidos, y los abusos. No más carriles, sino más libertad para lo más racional, lo más sostenible, lo más barato. Sólo después, convencidos, implantaron un sistema de alquiler para bicis.