En uno de sus luminosos arranques, en los que definía con un destello esencial fenómenos muy complejos y relevantes, Max Weber dijo que el islam era una religión monoteísta universal con organización tribal. En otras ocasiones usó la vieja terminología marxista y aseguró que el islam era una superestructura religiosa sobre una infraestructura tradicional. Finalmente, en otras ocasiones sentenció que esa religión sólo conocía el carisma militar de la muerte en la yihad. Hoy empieza a cundir la sospecha de que Weber ha envejecido con sus definiciones. Y no porque olvidara que también han existido desde siempre organizaciones musulmanas minoritarias, sectas construidas sobre vínculos religiosos puros, ajenos por completo a las relaciones familiares. Desde este punto de vista, el reciente movimiento «neosalafismo yihadista» no es tan innovador como parece. Este movimiento es sólo el otro extremo de esta religión, simple y sencilla. Ese neosalafismo, como Bin Laden, presenta un fanático puritanismo sacrificial, ­desarraigado de todo vínculo mundano, sostenido exclusivamente por las representaciones sublimadas de un dios que premia con la vida eterna a los que lo aman. Estos dos extremos en la práctica del islam, el reconciliado con las realidades ancestrales del mundo mediterráneo, y sobre todo con la familia patriarcal, y el anclado en una mística religiosa apocalíptica, que desea acelerar la muerte del creyente para ser eróticamente acogido y disuelto en el seno de dios, son la propia y oscilante vida histórica, contradictoria y dual, de los pueblos que han vivido en esta fe desde hace ahora casi catorce siglos.

Lo verdaderamente nuevo lo hemos visto ante nuestros ojos estos días, desde el estallido de los movimientos en Túnez hasta este último sangriento de Libia. Pues estos movimientos no pueden integrarse en ninguno de los dos extremos en los que la ciencia occidental había encasillado las formas sociales del mundo islámico. Ni hemos visto un movimiento tribal conservador, ni un suicidio sacrificial y colectivo; ni es una explosión universalista que arrasa a su paso todas las barreras que dividen la Umma, la comunidad islámica; ni es una irrupción carismática de arrojados caudillos militares. Esta revolución presente no cuadra con nada de lo que sabíamos hasta ahora del islam. Desde luego, ante nuestros ojos surge una comunidad igualitaria, democrática, homogénea, y esto no es un fenómeno extraño. Si hay una religión democrática, sin élites religiosas jerarquizadas, ésa es el islam, a excepción de Irán, cuyo chiísmo se organizó por influencia bizantina en jerarquías religiosas, con los ayatolás, los equivalentes a los obispos cristianos. Lo democrático e igualitario, eso que se llama en Occidente clases medias, no es lo nuevo en el mundo islámico. Lo especial y lo relevante está en otro sitio.

Y es que el movimiento islámico que hemos visto estos días se ha presentado de golpe como la base popular homogénea que aspira a administrar el poder del Estado. La reclamación que se ha escuchado por doquier aspira a la formación de un poder democrático, justo, capaz de atender necesidades sociales y de poner freno a la corrupción generalizada de los líderes. Las realidades tribales, que existen, no han roto el Estado; las ­realidades religiosas no han reclamado la comunidad universal del islam. Este movimiento es el de una ciudadanía política que reivindica un Estado, otro Estado, una forma de hacer política, de administrar políticamente la sociedad. Esto es: hemos visto naciones que quieren que el poder político sea justo y eficaz. Los imaginarios de las entidades estatales formadas tras la descolonización han resistido. Los Estados han configurado naciones, y ahora éstas quieren el poder constituyente. La idea de que todos esos brazos son parte del Estado, la idea de una res publica, ha irrumpido en el mundo musulmán. Sí, eso hemos visto, un republicanismo islámico, y esto es una gran noticia. Ahora nos toca comprobar si Weber se equivocaba en su tesis de que el parlamentarismo, la estructura de la representación política, era un invento europeo. Pues es posible que, como el capitalismo, el parlamentarismo también sea una planta que pueda crecer ya en cualquier gran cultura digna de ese nombre, como lo es el islam. El mundo debería hacer todo lo posible para que Weber también en esto estuviera equivocado.