Qué ha pasado en los últimos años en la política para que una sesión constitutiva de las Corts se transforme en un circo donde los grupos parlamentarios sustituyen las ideas y argumentos por la mercancía de unos gestos interesados, en los que los símbolos pueden más que las palabras? La democracia mediática impone sus condiciones. Una camiseta con mensaje reemplaza a un discurso y quizás a un programa: su reproducción multiplicadora en las redes sociales potencia a su protagonista en el escaparate público de forma colosal. Y quien dice una camiseta, dice una bajada de pantalones en medio del hemiciclo: cualquier cosa sirve para alimentar el espectáculo, que se traducirá en notoriedad o gloria. Por ese camino, la perversión está asegurada. ¿Qué se puede hacer para paliar esa deriva destructiva, que ha cambiado las reglas del debate? Apelar a la sensatez de sus señorías no basta, como se evidenció el jueves. En esa ceremonia de enormes frivolidades, solo bastaron los gritos de los «indignados» del 15-M a las puertas de las Corts para dictaminar que la política se ha metamorfoseado definitivamente en una representación. El imperio del «facebook» y del telediario no sólo condiciona, sino que dirige a los representantes de la ciudadanía.

El 15-M ya es un movimiento demasiado heterogéneo, del que se han apoderado, en la práctica, los grupos antisistema. Su programa lo podría suscribir cualquier partido en la órbita de la izquierda, pero sus objetivos reformistas –sin proyecto, sin articulación– se balancean hoy en un universo que apenas diferencia los elementos progresistas de los reaccionarios. Que acabe siendo increpado Joan Lerma por corrupto –una de las efigies de la honradez– da cuenta de su desconcierto. Que una diputada de Compromís, Mónica Oltra, se dedique a caldear los ánimos en las puertas de las Corts en lugar de apaciguarlos, verifica el grado de incertidumbre de la política actual y su alejamiento del espacio de la argumentación. Si Oltra no cree en las instituciones democráticas –incluso si impugna su génesis– está en su perfecto derecho. Se trata de un fraude, pero de un fraude legítimo. Oltra ha sido elegida –y se presentó como candidata para ser elegida– por los cauces normales del sistema. La democracia permite esas disfunciones. Es más: las ampara, puesto que su origen se basa en la imperfección. La diputada cree, supongo, que regenerará el sistema «desde dentro». Hay que loarlo. Otros han tirado la toalla saturados de escepticismo. ¿Pero cuál es su proyecto? Sabemos que la sociedad ha cambiado y el armazón democrático funciona con vigas decimonónicas: comenzando por la Constitución, que nació lastrada. Sabemos que la democracia no se puede reducir al voto cada cuatro años y que existen barreras -el listón del 5%– indignas. Sabemos que el territorio democrático se ha estrechado y que la transparencia no es –nunca ha sido– una virtud de los gobiernos. Sabemos que en nombre de la razón de Estado se han cometido tropelías y crímenes. La lista es interminable. Pero esa fiscalización, por parte de la oposición, forma parte del marco «institucional». Oltra va más allá y objeta la esencia misma del marco funcional. O al menos flirtea, desde su política gestual, con las corrientes que lo combaten. Ocupa, pues, el plano de Bildu, que impugna el Estado y las instituciones desde las instituciones. Pero de Bildu conocemos su modelo de sociedad y su horizonte referencial: el independentismo. ¿Cuál es el de Oltra? Si no lo define pronto –más allá de sus convicciones, del decálogo apuntado arriba y de las denuncias cotidianas a la derecha–, se podría pensar que su propósito se dirige a festejar la democracia mediática como fin último. Una aspiración que se ha de ampliar al resto de la Cámara, visto lo sucedido el jueves.

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