Muy a su pesar, un yerno del rey está popularizando últimamente las fundaciones de beneficencia con las que los ricos ahorran impuestos, los nobles encauzan las caridades propias de su nobleza y los partidos políticos trincan subvenciones para la causa. Dos de esas instituciones sin ánimo de lucro y con voluntad de ayudar al prójimo habrían sido utilizadas, al parecer, por Iñaki Urdangarín y sus socios para captar dinero del contribuyente que, una vez santificado, alcanzaba la gloria de los paraísos fiscales a los que lo enviaban. Los jueces que investigan el caso decidirán, como es natural, si esto era así o tan solo se trata de una engañosa apariencia.

En cualquier caso, las fundaciones son un gran invento. El copyright de la idea habría que adjudicárselo a Santa Teresa de Jesús, la monja trotaconventos que dedicó su vida a erigir monasterios y a escribir un «Libro de las Fundaciones» en el que se detalla su agotadora actividad a favor de la propagación de los claustros. Mucha agua ha corrido bajo los puentes desde entonces. Tanta, que el concepto de fundación ha salido ya del limitado ámbito de los conventos para extenderse a la vida civil e incluso la comercial.

Una famosa escena de «El padrino» resume muy gráficamente esta evolución. En ella, Michael Corleone le comenta al consigliere de la familia que su padre don Vito, hombre chapado a la antigua, detestaba las fundaciones y prefería llevar sus negocios personalmente. «Nosotros somos distintos», concluye el joven Corleone con un punto de nostalgia. «No más que otra gran empresa», le explica su abogado y consejero. «Gracias a las fundaciones, la familia controla mucho dinero con poco, reduce impuestos y escapa a la vigilancia del Gobierno».

No se trata solamente de asuntos de familia y mafia, por supuesto. También las gentes honradamente acaudaladas han descubierto que las fundaciones ofrecen ventajas de orden fiscal y, lo que acaso sea más importante, sirven para dotar de una imagen de altruismo a las empresas que optan por esta beneficiosa fórmula.

Más o menos es esa la razón por la que los partidos políticos han recurrido tan frecuentemente a las fundaciones para cuadrar sus cuentas en España. Dado que la caridad bien entendida empieza por uno mismo, muchas de esas instituciones son primadas en el reparto de ayudas de los gobiernos cuando el partido al mando coincide con el que patrocina la fundación receptora del socorro económico. Millones de euros procedentes del Tesoro Público riegan anualmente estos patronatos que por lo general ejercen de brazo ideológico de los partidos.

Hasta la llegada de las fundaciones y las organizaciones no gubernamentales, la caridad era cosa de marquesas que organizaban rastrillos y de reinas que aprovechaban sus viajes oficiales para visitar centros de ayuda a los menesterosos. La tradición se mantiene; pero se ha ampliado con la incorporación de las gentes progresistas que ahora adoptan las mismas costumbres sin más que cambiar el viejo concepto de caridad por el mucho más moderno de solidaridad.

Aunque se trate básicamente de lo mismo, el adjetivo solidario le confiere un aire actual —y por tanto, progresista— a los un tanto trasnochados rastrillos de las marquesas. Las bienintencionadas cuestaciones a favor de los chinitos que la Iglesia solía organizar con motivo del Domund fueron complementadas por el último Gobierno con subvenciones al Archivo de Sonidos del Perú o a los gays de Zimbabue; pero lo importante es que el ánimo de beneficencia se mantiene.

Todo esto forma parte de la vieja industria de la caridad, modernamente llamada de la solidaridad. Cualquiera que sea el nombre que se le dé, conservadores y progresistas acaban por coincidir en las fundaciones como fórmula —ahora un tanto desacreditada— de canalización de sus buenos propósitos. Y en nada ha de afectarles que los Corleone descubriesen antes el truco.