Cualquiera que haya tenido la desgracia de tener que mirar la televisión, por las razones que sean, en la noche de San Silvestre pasada habrá podido comprobar de primera mano que la noticia de que las cadenas se mueren tras el recorte al que las ha sometido el Gobierno es una buena nueva. Se trata de las televisiones públicas, pero, si eso mismo sucediese con las privadas, la dicha habría de ser completa.

Cuesta trabajo entender de qué forma cabría considerar como entretenimiento lo que nos soltaron a guisa de fiesta de fin de año; se ve que con la necesidad de ahorro aumenta la producción de caspa. Cierto es que las televisiones —algunas televisiones—tienen también funciones comunicativas que pueden considerarse un derecho fundamental, el derecho a la información, pero para eso hay ya bastante con la radio.

Era yo un niño cuando la televisión llegó a España. Durante los primeros meses, lo único que se transmitía era la carta de ajuste: una bola del mundo con una torre metálica con pinta de echar rayos, como la de la RKO, a título de toda imagen. Lo que no sabíamos entonces es que ésa era la mejor fórmula estética imaginable, destinada a empeorar más tarde. Lo hizo de inmediato cuando apareció la información, consistente en un remedo del «No-Do», el noticiario documental en el que se nos ponía al tanto del último pantano inaugurado por el generalísimo Franco y el último collar de perlas lucido por su generalísima consorte.

Cuando, llegada la democracia, se hizo realidad la promesa del pluralismo con la aparición de las cadenas privadas, el camino hacia ninguna parte llegó a su meta. Con la liberalización total y el despelote de la TDT se ha alcanzado, por fin, el nirvana. Hay que ser budista para poder entender que el paraíso consiste en que Intereconomía es la alternativa a las televisiones de Berlusconi y Lara.

El compendio de las tertulias aullantes, la copla patria, el lujo con esmoquin de alquiler y los obispos lanzando mensajes apocalípticos para que el Gobierno de Rajoy nos devuelva de una vez por todas a los tiempos de la Inquisición ponen de manifiesto que es necesario hacer lo que los expertos en informática llaman un reinicio (reset en el idioma del Imperio que, pese a lo que creen algunos, no es el castellano).

Hay que leer más a Friedrich Wilhelm Nietzsche ahora que se cumplirá la fecha redonda de 112 años de su muerte (112 dividido entre 8 da 14, que es la edad que tenía el filósofo cuando acabó su primer libro).

El eterno retorno pasa, en aquello que hace a las televisiones, por volver a la carta de ajuste como fórmula universal de entretenimiento; muy superior, desde luego, a lo de la noche del sábado último. El paso siguiente consistiría en retransmitir las misas familiares de la plaza de Colón de Madrid, con asistencia del Gobierno en pleno y muchos aplausos. Eso es todo lo que necesitamos. Reconfortado de tal manera nuestro espíritu, ni falta iba a hacer el preguntarnos cómo es posible que hayamos llegado hasta donde nos encontramos ahora.