Ahora que Angela Merkel nos tiene a todos cogidos de semejante parte, viene bien el recordatorio cinematográfico de Margaret Thatcher para

que las generaciones posteriores a los 80 sepan lo que vale un peine. Merkel, frente a Thatcher, es la hermanita de la caridad, como se vio

cuando tras un tsunami de nada en Japón, aquélla suspendió sus proyectos sobre energía nuclear. Thatcher, en su caso, aunque hubiera

tenido que enfundarse de por vida en un traje antirradiaciones, nunca habría hecho tal cosa, tan sólo por el gusto de no dar la razón a los

ecologistas. La que hoy nos parece terrible Merkel es una pagafantas al lado de Thatcher. Es verdad que ambas comparten cosas. Por ejemplo, que en las cumbres de los grandes mandatarios podían acceder al servicio al instante, pues el de señoras siempre estaba disponible e impoluto, mientras sus colegas masculinos debían hacer cola, y a saber en qué condiciones lo encontraban Y también que ninguna ha compensado el histórico anhelo de las feministas de ver a las mujeres en el poder, y eso que ambas han obviado el concepto de ´igualdad de género´ para imponer en sus respectivos casos el de ´superioridad´.

Thatcher hizo todo lo que hizo sin despeinarse, razón por la que sería más apropiado apodarla «la peluca de hierro» —la que luce Meryl Streep

en el biopic— que la dama de lo mismo, un recurso demasiado obvio. Sin despeinarse se cargó las trade union, los poderosos sindicatos

británicos (en los 70, antes de trade union se escribía el adjetivo ´poderosas´, ya se vio que generosamente), por el simple método de

dejarlos hacer: a las primeras manifestaciones iban todos; a las siguientes, la mitad; a las que se produjeron después, ya sólo los

dirigentes, hasta que éstos vieron que empezaban a molestar a los propios trabajadores. Por cargarse se cargó hasta el movimiento punk

—Thatcher, en realidad, es el primer fenómeno postpunk—, un antecedente de los actuales indignados, pero con crestas y botas

militares, bandas sonoras atronantes y menos sentido del humor. Los punk surgieron contra la desidia social que los laboristas crearon en

las islas, de modo que la receta paliativa que les aplicó Thatcher fue la de poner un poco de orden en la economía, mano de santo para

quienes promovían el desorden en todo lo demás. El clima liberal no beneficiaba el lema de los punk, «no hay futuro», porque lo había, de

manera que se apagaron en Inglaterra y se recrearon en Spain, ya como tribu urbana meramente cosmética, animando desde el Rockola de La

Movida madrileña el nuevo liberalismo español que surgía revestido de socialismo felipista, una cosa postmarxista y pragmática que hizo su

particular purga de las trade union en la persona de Nicolás Redondo.

Thatcher tampoco se despeinó para recuperar las Malvinas y, de paso, como efecto colateral, devolver la democracia a Argentina, un gesto

que años después repitió con Marruecos, pero ya como caricatura y pifia y con viento de levante, uno de sus admiradores, el Aznar de

Perejil.

Y en alianza con un Papa aficionado a la natación y un mal actor de Hollywood, sin que se le desordenaran los bucles, tan sólo con dejar

que las cosas ocurrieran, el muro de Berlín se acabó derritiendo y la URSS se desmoronó antes de empezar ´la guerra de las galaxias´ con la

que amagaba el colega Reagan.

Estas y otras muchas cosas pasaban en los 80 y sus alrededores, cuando a muchos les sorprendía que la ola conservadora que inundaba el mundo, procedente de las islas británicas, no impidiera que muchas jóvenes burguesas de la España socialista acudieran a abortar a Londres. Una confusión sobre lo que es propio de la derecha o de la izquierda que entre nosotros todavía persiste. Thatcher, también de paso —otra vez, sin despeinarse— también cambió a la izquierda, pues el laborismo que vino después, el de la ´tercera vía´ de Tony Blair, no se parecía nada al de los ancestros, si bien en España el PSOE aún está buscando esa vía.

Es curioso que la mayoría de las críticas a la película que nos recupera a Thatcher elogien abundantemente a Meryl Streep, pero no se

animen a admitir en la cinta otros méritos que los interpretativos, lo que es tanto como aceptar las capacidades de José Mota como imitador

de Rajoy, pero sin entender sus chistes. El principal defecto del relato cinematográfico es que se recrea demasiado en la etapa decadente de la protagonista, completamente sobrante en el conjunto de su biografía, y da excesivo papel a un tal Denis, su esposo, alguien que en los tiempos de la revolución liberal sólo protagonizaba una frase popular: «Eres más insulso que el marido de la Thatcher». La propia actriz ha marcado distancias para no ser incorrecta al declarar que no le cae bien su personaje, no vaya a ser que Garzón la tache de cómplice de Pinochet. Tal vez algunos esperaban algo así como una precuela de The Queen, la perfecta película de Stephen Frears situada en la etapa de Blair, que incidía en la parodia. Sin embargo, Thatcher, tan fácil de parodiar, todavía inquieta a muchos al constatar que su perfil sobrevive a revisiones incluso tan distantes del intento de tesis política como el que hay en la cartelera. Y es que es lo que pasa: el talento de las grandes figuras, las que nunca se despeinan, permanece intacto incluso frente a las miradas equidistantes.