Una mañana más gris que de costumbre, los ruidos procedentes de la charca anunciaron que algún extraño equilibrio se había quebrado en aquel mundo hasta entonces oculto bajo las negras aguas. La geografía de la charca siempre había sido la misma, pero algunas de las criaturas que la poblaban llevaban largo tiempo empeñadas en sacarle el máximo partido a aquel húmedo territorio y se habían abierto camino a fuerza de dentelladas hasta alcanzar el estatus que les había permitido acaparar más y más recursos del hábitat común.

Durante algún tiempo, mientras el alimento fue abundante, la superficie de la charca, aunque oscura, permanecía tranquila a los ojos de los fugaces viajeros que, siempre abstraídos en sus particulares menesteres, apenas se detenían a observarla. La lucha sin tregua por los mejores bocados que se desarrollaba en su fondo hacía emerger a la superficie, aunque solo de tanto en tanto, algún cuajaron u otra piltrafa que eran convertidos rápidamente en objeto de disputa por los más modestos depredadores afincados en las riberas de la charca.

El grueso corpachón de los saurios que las cada vez más escasas aguas apenas alcanzaban ya a ocultar, despedía un olor nauseabundo a pesar del lujo de los objetos que, convertidos ahora en despojos, emergían a su alrededor. Aquí y allá podían divisarse trajes y bolsos de marca, metalizadas tarjetas de plástico, restos de coches de lujo y palos de golf, aparatosos relojes de caja dorada y muchos, muchos zapatos de cristal y tacón de aguja de tantas aspirantes a cenicienta sacrificadas a las bestias.

En los días que siguieron, aquellos voraces carnívoros hubieron de esforzarse en defender el botín propio al tiempo que disputaban alguna carroña ajena pero, lenta aunque inexorablemente, fue menguando su vital elemento quedando expuestos al examen de los viajeros que, ahora sí y cada vez en mayor número, se detenían a observar. La opción era ahora morir rodeados de sus trofeos o anticipar la muerte de otros congéneres.

Ninguno se resignó al sacrificio y pronto la charca se convirtió en un lodazal sanguinolento en el que, entre terribles gruñidos, cada uno de los reptiles mordía con saña al que tenía más cerca, al tiempo que otros varios intentaban derribarle sin dejar de recibir dentelladas del resto en un aquelarre sin fin. Un joven caminante se abrió paso entre el gentío expectante que para entonces ya se había formado, se asomó a la charca y, asqueado pero perspicaz, recordó otras charcas que había conocido en su periplo y se preguntó si habría llegado el tiempo en el que veríamos desaparecer a los viejos reptiles.

A la mañana siguiente, mientras desayunaba leyendo la prensa, al detenerse en el titular que hablaba de un intrincado asunto de corrupción en la gestión del tratamiento de las aguas residuales de su ciudad, junto a una sacudida de indignación, le asaltó el vaporoso recuerdo de un sueño premonitorio.