Una sociedad con importantes reflejos arcaicos en la forma de manejar el poder, como la española, no puede mejorar con políticas de memoria de corto plazo. Con estas políticas no se identifica aquello que es preciso cambiar. Esto se ha hecho especialmente evidente en la falta de profundidad de las reflexiones que los candidatos a la Secretaría General del PSOE están ofreciendo a la ciudadanía estos días. Al respecto, recuerdo un debate con Elías Díaz en Salamanca, el año pasado. Defendía yo que era más importante recordar el pogromo de Toledo de 1444 que la guerra civil de 1936. Él se aferraba al recuerdo de la legitimidad de la República y la quiebra de la legitimidad por el golpe de Estado de Franco. Con memoria larga, cosas que nos parecen acontecimientos fundadores no son sino un suceso más, recurrente, repetido, efectos de dolencias más viejas. En 1444 el poder público —o algo parecido a él— usó de la violencia institucional, cambiando las leyes de forma discrecional para eliminar a una parte del pueblo y anular sus derechos. Así se llegó a obtener el mayor poder a través de la división civil del pueblo. El estilo de poder que se impuso entonces, y que fundó tradición y hábito, puede ser la causa de patologías seculares. Ese poder sólo se siente seguro cuando considera que una parte de la población es prescindible, eliminable o despreciable. Sencillamente, cuando esa parte no es de «los nuestros».

Pero la memoria larga muestra también la fácil recaída en determinados reflejos para encontrar soluciones ante situaciones críticas. Tal cosa ha sucedido ahora, con la propuesta de Montoro de incluir como supuestos penales el endeudamiento por encima de lo presupuestado, el ocultamiento de facturas, el despilfarro de recursos públicos. Una cierta impotencia para la política, una insuperable falta de civismo, ese diagnóstico se aprecia tras esta medida. Desde luego supone que los magistrados públicos son delincuentes potenciales, un pesimismo antropológico específicamente hispano. En todo caso, se supone una impotencia política para arreglar las cosas, la inexistencia de una motivación de servicio público capaz de adquirir compromisos y dar palabras sólidas. Por eso no se confía en medidas políticas previas, anteriores, sino sólo posteriores, judiciales. Una memoria larga descubre el circuito que nos condena a esta medida. El «obedézcase, pero no se cumpla» obligó al juicio de residencia que se realizaba sobre el magistrado tras acabar su gestión, en el fondo un ajuste de cuentas.

No son éstas las medidas que necesitamos. La experiencia de los treinta años de autonomías debería darnos otras lecciones. La ideología de la derecha española, que se asusta al oír la palabra federalismo, no ha tenido reparos en permitir actitudes megalómanas en todos los centros de poder. Obsesionada con Cataluña y el País Vasco, no ha visto que el problema era otro. Estas prácticas sin teoría no afectaban al tabú ideológico conservador, y por eso se dejó hacer. Las consecuencias fueron poderes irresponsables casi absolutos en su ámbito. Ahora se da el bandazo al otro lado, sin mejorar el sistema político como tal. Ese bandazo no arreglará nada. Los poderes públicos pueden gastar sólo lo que tienen presupuestado, sin deudas ni facturas ocultas, y llevar a sus comunidades a la ruina. Si el gobierno Camps no nos hubiera endeudado, e incluso si los recursos públicos no hubieran beneficiado a gentes como Correa, todavía su línea política habría sido suficientemente desastrosa. Basta con creer que puede disponer a su libre discreción del presupuesto y que puede dirigirlo hacia donde quiera. Las actitudes presidencialistas, la discrecionalidad, la arbitrariedad, la opacidad, llevar siempre las reglas al límite y siempre en la línea de la defensa propia; forzar al recurso judicial, lento, lejano, confuso, como única arma de protesta; todos estos hábitos de caudillo abecerranje, sólo se descubren con la memoria larga. Incluirlas en el Código Penal es parte del juego propio del político al uso y no lo atemoriza, como el Código Penal no asusta al delincuente. Si se quiere servir al interés general, es mejor ofrecer una forma política más elaborada (una verdadera cooperación legislativa Cortes Generales-comunidades autónomas, un Senado federal). Y si se quiere impedir no sólo la deuda, sino la arbitrariedad, hay una medida sencilla. Respetar el porcentaje del presupuesto que originariamente se dedicó a educación, a sanidad, a bibliotecas, a servicios públicos, en el momento de su transferencia desde el Estado. Mantener esa proporcionalidad finalista del gasto y marcarla con líneas rojas, ya sería una gran victoria política frente al sentido faraónico del poder. Pues sería la manera de defender los iguales derechos de los ciudadanos españoles. Eso que Rubalcaba defiende, sin concretar.