My home is my castle», dicen —o decíyan— los ingleses. El castillo de Enrique Lodares, fiel a la cita de marzo con una clientela que le responde con idéntica lealtad, se abre por entero, incluida la bien provista biblioteca que preside el magnífico retrato de Enrique pintado por Luis Viguer. En las enfundadas sillas, un público femenino casi en su totalidad contempla embebido el desfile de nueve modelos muy atractivas, a las que el modisto ha querido representar —son sus palabras aproximadas— «como mujeres guapetonas, muy en plan de riquísimas sudamericanas pelín horterillas, pero opulentas, de las de las que «aquí estoy yo». Y es que, entre las comprobadas cualidades de Lodares no es la menor su sentido del humor, con el que (más o menos perceptiblemente) adereza sus inconfundibles colecciones.

Y en efecto: allí estaban ellas, con la estupenda Ana Moliner a la cabeza, moños en alto y supermaquilladas por A. M. M. (Amparo y María), caminando airosas sobre los zapatos de Pepe Moreno, siempre maravillosamente enguantadas: largos o cortos, de sport o de raso, de la veterana firma Guantes Camps.

Enrique Lodares nunca ha abandonado su camino, ajeno a tendencias fulgurantes y ateniéndose a un gusto aquilatado por esas gotas de humor ya aludidas, sobre el firme cimiento de una gran cultura y un buen dominio de la historia del arte. Todo ello le permite «hacer de su capa un sayo» y, por lo tanto, idear los sayos que le apetezcan removiendo la alta costura resplandeciente de mediados del XX. A mi lado, una espectadora comentaba, extasiada: «¡Ay, cómo me recuerda Vacaciones en Roma!» Algo había de aquello: faldas anchísimas disparadas desde cinturas anulares, o faldas rectas bien ajustadas a las naturales curvas. Sólo dos pantalones: un pirata de satín topo con chaquetón capa y un perfecto Deauville blanco con cuerpo rojo de escote drapeado. Los encajes se encaraman a menudo sobre esos tejidos que Lodares selecciona con mimo: desde el lino y los piqués de algodón hasta la gama de shatung, gazar, taffetas y organza. Pocos estampados, en su mayoría florales y llamativos, excepto un piqué blanco a dibujos paisley naranja, en un bonito dúo vestido-abrigo, marca de la casa. En esta colección he apreciado, además, muy buenas revisiones de la línea camisero, hasta en un elegante abrigo de organza avellana bordeado de anchas tiras de pedrería a juego con el cinturón, llegando al virtuosismo en un traje de fiesta de tul gris humo bordado en negro, con pata delantera y cinturón listado.

El imperecedero motivo de lunares blanco y negro es objeto de un atinado tratamiento, tanto en un vestido sin hombros de corte princesa como en la versión festiva, de gran vuelo y estrictos ribetes negros. Y desde luego me encantó su interpretación del little black dress, en crêpe, con espalda al bies y caída en frunce desde el escote ovalado, orlado de satín para marcar el contraste mate-brillo.

La música, que venía sonando al compás de mambos y boleros, adquirió la cadencia de las orquestas de hace medio siglo (Mantovani, Frank Pourcel) al llegar la hora nocturna y las grandes toilettes. Una de ellas, con generosa abertura para asomar pierna a lo Angelina Jolie, en un modelo cuajado de lentejuelas doradas, con fajín rosa palo.

Final en rosa envolvente y brindis con champán. Entre la asistencia, Mayrén Beneyto, Cristina Rosario, Blanca y Laura Fitera, Alicia Ansurias, M.ª Luisa Domínguez y Josep Lozano. Lodares recibió los fuertes aplausos con la sonrisa cómplice del que se sabe la ida y la vuelta, y practica la moda con amor, sin tomarse demasiado en serio. Toda una filosofía.