Las elites españolas están históricamente acostumbradas a gobernar a los españoles. Esto es, a actuar de cualquier manera. Sólo han conocido un pueblo al que se ha podido mentir, engañar, manipular, desanimar y oprimir desde siglos. Ahora, esas elites están desconcertadas porque tienen que combatir una guerra contra gente seria y desconocida. El resultado lo estamos viendo. Se llama desconcierto. Para esa batalla, no estaban preparados. Por una vez, nuestros gobernantes tenían ante ellos una verdadera tarea histórica digna, defender a su gente, a la gens hispanica. Guiados por sus propios reflejos centenarios, han decidido hasta ahora defenderse a sí mismos. Durante cuatro años han estado resistiendo en la mentira, pero como es evidente no han sido creídos. Así, han tenido que ir entregando una a una todas las posiciones defensivas, aun a costa de que este pueblo sufriera una crisis mucho más larga de lo debido. Ahora están asustados porque no pueden identificar algo en lo que les va la vida. No saben cuándo los que verdaderamente mandan decretarán que por fin se tiene encima de la mesa la verdad de España. Lo que sabemos es que esa sentencia no se pronunciará en español.

Esta es la zona extrema de la desaparición de la soberanía: no podremos definirnos a nosotros mismos en nuestra verdad. Pero esta expropiación de la soberanía está fundamentada y determinada por el sencillo hecho de que España no ha sabido definir su verdad cuando todavía tenía margen para hacerlo desde sí misma. Hoy sabemos que esta incompetencia era necesaria para producir la ocultación de los actores más cercanos. Rato y Olivas, los dos, tienen que hablar ante este pueblo, que tiene el derecho inalienable de hacer una experiencia histórica adecuada a la gravedad de la situación. Tienen que decir en público por qué han intentado mantener durante más tiempo del necesario una situación que ponía en riesgo al país entero.

Por eso es alentador que el fiscal general del Estado ponga encima de la mesa la posibilidad de que estos máximos responsables de la situación actual tengan que responder por sus actos. ¿Qué intereses se intentaban proteger con esta manera de actuar? ¿Eran intereses generales o particulares, públicos o privados? ¿Defendían el sistema financiero español u otra cosa? Si era lo primero, ¿por qué no se aceptó la solución Caixa, que podría salvar a Bankia?; si era lo segundo ¿de quiénes y por qué son tan importantes? Pues no cabe duda de que Rato y Olivas son la punta de un iceberg, de una constelación en la que los intereses políticos y económicos han convivido en la máxima promiscuidad. Rato y Olivas conducen directamente a quienes los nombraron y estos deben contestar a la pregunta de por qué los han mantenido cuando la situación era insoportable. Y luego, queda el asunto de la manera en que se tuvo a Bankia abierta en canal, descabezada, sangrando, porque no se dispuso de la decencia de coordinar la dimisión y el nombramiento de un sustituto. Todo propio del peor estilo de un caudillo abecerranje.

Lo que produce desconcierto en las elites dirigentes de este país es que por fin se tienen que acreditar ante un concepto que no han usado ni conocido antes: la verdad. Ellas han despreciado todo lo que no fuera barata sociología electoral, apariencia, destello, impresión, señuelo, grandes palabras, ideología fanática, en fin, una amplia gama de recursos que resbalaba sobre una ciudadanía impotente. Ahora tienen que aprender a decir la verdad y no saben hacerlo. Aguantaban el desprecio de los españoles hacia sus mentiras, pero les daba igual porque los españoles eran poca cosa. Incluso los votaban.

La noticia de que Valencia ha mentido acerca de sus cuentas no puede sorprender a nadie. Sabíamos que el gobierno Camps estaba sostenido por la mentira. Quizá decirlo pudo ayudar a que su fantasma no apareciera por el congreso del PP en Alicante, pero ¡por Dios!, ¿a quién le importa ahora eso? Lo increíble es que cuando se produce un pacto sobre limitación de gasto autonómico, que por fin nos pone en la senda de llegar a ser un verdadero Estado federal, al modo dudoso en que se producen las cosas que no se quieren realizar desde la intención interior, en ese mismo acto, algunos de los que se sientan a la mesa, como tahúres, ya están instalados en la mentira.

Un poco de perspectiva histórica nos lleva a concluir que el grado de primitivismo de este país, de atraso y de arcaísmo en sus estructuras profundas, no permitía presagiar nada mejor. Ese sustrato siniestro ha seguido operativo. Era fácil ver que la deriva del Estado español, que reclamaba una reforma profunda desde que Aznar lo dejó empantanado tras su aventura imperial, era la consecuencia de que un dispositivo institucional, suficientemente adecuado, estaba manejado por unos dirigentes incapaces de construir una agenda política seria en el medio plazo. A pesar de todo, no soy pesimista. La razón no es una disposición humana natural. Es siempre la solución de emergencia para una situación de urgencia. No culpemos a la razón por no intervenir en situaciones relajadas y normales. Sólo bajo una situación de estrés podemos ser intensamente racionales. El problema es que entonces tenemos menos probabilidad que nunca de serlo. En la escala evolutiva eso se llama azar. En la escala social e histórica se llama decisión.

Pero sea como sea, algo es seguro. Siempre tiene que ver con una adecuada reflexión sobre uno mismo capaz de entender al otro. Esa es la condición. Ahí, autoconocimiento y autoconservación caminan a la vez. Entonces se puede salir de la indeterminación de lo que es amistoso u hostil y tomar la decisión madura y adecuada. Así es como se hace. Pero incluso esto hay que hacerlo bien y tener alguna práctica previa. Rajoy, Rubalcaba y Lara tienen ahora la oportunidad única de ser verdaderos gobernantes. La práctica previa se llama transición. La única española en milenios. No es mucho, pero puede bastar. La gente no sólo lo espera. Lo demanda a gritos.