La gravedad de lo que está pasando hace incomprensibles muchas inercias. Por ejemplo, los desahucios que se multiplican a diario por retrasos en la amortización hipotecaria. Después de echar a la calle a personas y familias, las viviendas permanecen indefinidamente cerradas e improductivas, engrosando el paquete inmobiliario que los bancos no pueden vender ni alquilar rentablemente. ¿No sería más racional y humano pactar con garantías una prórroga de ocupación hasta que cada una de esas unidades encuentre comprador o arrendatario efectivos? Anteponer el derecho de propiedad a toda clase de derechos humanos tiene la base legal que se quiera, pero en estas circunstancias parece inmoral. El que los bancos no sean ONGs no les exime de los deberes solidarios que a todos atañen, y más ahora. Una vivienda rescatada sin beneficio alguno es casi aberrante en comparación con los dramas que el desahucio ocasiona en la mayoría de los casos.

Enrocados en el hecho de ser elegidos por legislaturas de cuatro años, los miembros de los organismos corporativos pasan de largo de la necesidad de reducir su número y adelgazar los costes. Pero los efectos de la crisis no van a esperar a las próximas elecciones. Cuando lleguen, puede ser irreversible el estrago de esta indiferencia, e inútil la legislación abolidora de poltronas supérfluas, que son muchas. Como lo es, igualmente, el derroche de las retribuciones y sinecuras que se autoconceden arbitrariamente, sin criterios genéricos y sin el menor empacho. No es lo mismo aplicar a un salario de 50 la misma rebaja porcentual que a otro de 100. La ley, en este caso, ampara la desfachatez de quienes no se sienten llamados a compartir el sacrificio ni a difundir la totalidad de sus ingresos. Las dignas excepciones son hasta ahora cuantitativamente irrelevantes. Habrá que recordarlo cuando lleguen las urnas.

También habría que preguntar qué pasa con los empleos limitados en jornada y salario que han demostrado su eficacia en las etapas recesivas de otros paises. Mejor es trabajar y ganar, aunque sea menos que en fases de bonanza, que la desesperante inactividad aliviada por las prestaciones al desempleo, mientras duran. Distinto seria el panorama de rebajas de esas mismas prestaciones, anunciado ya por el gobierno. Pero no aparecen ideas incentivadoras, ni en la empresa ni en los organismos públicos. La inercia es esperarlo todo del particular, cuyas posibilidades de emprendimiento organizado y colectivo son mínimas.

Las mutilaciones fiscales inferidas a la industria cultural, cuyos bienes no son precisamente suntuarios, diagnostican otra grave inercia: la de una mentalidad obtusa que prima la supervivencia material a la vida del espíritu y penaliza la descompresión de los problemas por la válvula del entretenimiento social. Los césares romanos daban al pueblo pan y circo. Aquí y ahora, el primero escasea y el segundo se limita al fútbol. Como en los peores años de la dictadura.