Como cada mañana, salía tan bituminoso, después del poco café que tomo, errabundo e ilusionado por el nuevo amanecer. Mi rutina se vio prontamente truncada en la portería de mi casa. ¡Han cortado el agua! Me dirigí hacia unos tipos que, con una enorme llave, interceptaban mi paso. Un inspector aducía falta de pago. Me paré ante semejante pujanza y solicité más explicaciones. «¡No tienen ustedes colocado el contador obligatorio del descalcificador del edificio!». Entonces caí en la cuenta de que hacía ya varios meses habíamos hecho una inversión de 800 euros para colocar el armatoste dichoso. «¡Ah! ¡Ya! ¿Y a qué viene este pitote? ¿No lo podrían poner ustedes ya que ha de ser homologado?». No, me inquirió: «¡Tiene usted que pagar primero!». «¿Y dónde se hace eso?». En Emivasa, me respondió. «Ya, ¿Y cuánto es?» «Pues, por ser usted buena persona, le vamos a cobrar lo mínimo: 16.000 metros cúbicos» (¡20.000 euros!). «¡Supongo que será una broma!». Me fui despertando de la pesadilla. ¿Cuánto gasta un descalcificador?, le pregunté al buen hombre: pues un cálculo rápido, sería de un metro cúbico al día, como mucho. Pues lo arreglamos ya. ¡No!, enfatizó: «Yo sólo le pongo lo menos que puedo, el resto es responsabilidad de la empresa».

Viendo que aquello comenzaba a degenerar en un diálogo de sordos, puse nuevo rumbo a la mañana; y me dirigí a dirimir la cuestión en las oficinas principales de Emivasa. Después de un inicio desquiciante con la señorita que muy amablemente me atendió, dije si no había allí algún responsable. Me avisó de que no serviría de nada: acertó. Salió una capitoste que me llamó defraudador; y que aquello era como un desahucio. ¿Me comprende? ¡Esa palabra maldita! ¡El tono, señorita! Los argumentos, nulos. La cuestión que planteaba era bastante sencilla: el inspector me indica que él no es responsable de lo que hace la empresa; pero en la empresa me señalan que ellos hacen lo que dice el inspector. Nuevo diálogo de besugos. Fui comprendiendo que me llevaban de Herodes a Pilatos. Me pareció captar, en medio del jaleo, la sinrazón. Me vi envuelto en un sarao de esos en que cualquier persona normal espera no verse nunca involucrado.

Recaudar un dos o tres mil por cien de lo justo resulta poco razonable. Pero además fui juzgado como defraudador. Cuando inquirí a la jefa que eso no era así y que, en cualquier caso, habría sido por ignorancia, me espetó ya sin ingenuidad: «¡Usted debe conocer la legislación!» (¡!). Si tuviera que saber toda la legislación, normativas, etcétera, de todo lo que me afecta, ¡me volvería loco! ¿Qué utilidad tiene una empresa si no es para servir al cliente? Al final del careo, sólo había una salida: ¡Usted paga y, si no, el edificio no tiene agua! ¡Punto!

No hace falta ser malicioso para pensar que alguien tiene que llenar de nuevo las arcas saqueadas por los gerentes de Emarsa, con uno desaparecido portando millones de euros en el bolsillo. Hay que reponer la tesorería. Y para eso basta con encontrar unos cuantos chivos expiatorios: los de siempre, el pobre ciudadano. Kafkiano. Espero que este relato de los hechos contribuya a que no se produzca tal destarife en la tarificación de un servicio público de primera necesidad.