Los ciudadanos han pagado durante doce años un yate que les ha sido arrebatado. Una de las patrañas más cacareadas por los empresarios que se han apropiado del Fortuna ajeno apunta a que seleccionarán con tiento al nuevo comprador. Deberá ser un multimillonario de conducta intachable, a la altura prácticamente celestial de los anteriores usuarios del yate. O sea, un Iñaki Urdangarin. Es tan fácil desmontar este argumento que casi da pereza abordarlo. En primer lugar, hoy no sobran compradores para ningún objeto, y menos si se trata de la embarcación que rechazó un rey cuando se le quedó anticuada. En segundo y más importante lugar, imaginemos que el barco sea adquirido por un magnate de comunión diaria. Quién le impedirá vender al día siguiente a un mafioso ruso, destinatario natural del Fórmula 1 de los mares.

Isabel II de Inglaterra renunció al yate real Britannia mucho antes que su colega español. Como el Reino Unido es un país primitivo, a nadie se le ocurrió que la retirada de la embarcación sirviera para enriquecer a los ricos. Por eso, sus tres mástiles están permanentemente amarrados en Edimburgo, donde puede ser visitado como atracción turística.

El desenlace del Britannia es incomprensible para empresarios y políticos que sólo conciben la vida pública como un trampolín para sus ingresos privados. Se lo han llevado todo, no nos dejan ni el yate. Es la conclusión del primer veraneo sin embarcación de lujo de la Familia Real, o de lo que queda de ella. Las actividades futuras del Fortuna pueden conducirlo a las páginas de sucesos, prepare su titular.