La educación fracasa porque no se obliga a todos los alumnos españoles mayores de quince años a ver el imprescindible documental The act of killing. En la sinopsis, los verdugos de un millón de comunistas y campesinos indonesios en los años sesenta se jactan durante dos horas de su proeza mortífera. El juvenil anciano Anwar Congo protagoniza el extenso reportaje. Este gerontolescente danzarín mató según su jocosa confesión a un millar de personas con sus propias manos.

El espectador no puede dejar de experimentar simpatía por Congo. ¿Cómo?, ¿está insinuando que se coloca de lado de los autores de atrocidades? Ahí radica el funambulismo de El acto de matar, el eslabón que la une al impacto suscitado por Hannah Arendt cuando publica La banalidad del mal sobre el proceso a Adolf Eichmann. O con la campaña de protección de la tortura que acomete Kathryn Bigelow en su película sobre la ejecución de Ben Laden. Sin olvidar una obra maestra, Las benévolas, de Jonathan Littell, el único ejemplo de la lista que se refugia bajo el estatuto de la ficción.

Joshua Oppenheimer dirige el aguafuerte The act of killing como un recital de verdugos, encantados de volver a hacerlo y deseosos de que prospere la recogida de firmas que les obligaría a ser juzgados en La Haya. Tampoco temen las represalias de los descendientes de sus víctimas, el desquite les permitiría ensayar de nuevo sus mañas asesinas.

Por primera vez en la historia con tanta profundidad, The act of killing recrea los crímenes de guerra con los asesinos originales. La secuencia que muestra a Congo condecorado, y abrazado en un cielo hipotético con sus estrangulados, borra cualquier rastro de antroapología. Al mismo tiempo, pone a prueba la tolerancia del espectador. Cabe recordar que la ausencia de censura no impide la publicación de obras reprobables.

La estratagema de que el espectador se sentirá horrorizado por el monólogo de los verdugos huele a tramposa. Dado que el único reparo a The act of killing son sus veinte minutos de más, el eco de alguna víctima merecía una cuota infinitésima en una labor al cabo periodística. Hay que entrevistar a terroristas, pero el desenfreno en la simpatía por el diablo genera incomodidad. En los actos públicos del Ku Klux Klan, los manifestantes son protegidos de las iras de los ciudadanos por policías de color que defienden los derechos constitucionales de sus verdugos. Es la única excusa del hipnótico y peligroso homenaje a los eficientes matarifes indonesios.