Escribir en un periódico es el camino más corto para que te pongan a caldo. Más todavía si exploras miserias colectivas. Diógenes de Sínope predicaba austeridad. Que le ahíjen devoción por la basura y el síndrome asociado es un injusto error histórico. Pero reconozcamos que este cínico social da juego. Un reciente estudio no deja mal parada a la ciudad en la que vivo (no quiero saber como estarán las otras) pero Valencia está sucia. Y no lo digo yo. El otro día me lo advertía un edil en una céntrica calle y, socarrón como es él, fue lo primero que me dijo tras mirar el suelo con preocupación. Argumentaba que en los años del vino y las rosas Rita puso un barrendero detrás de cada valenciano. Por aquel entonces el municipio obtuvo varias escobas de oro y otras pirotécnias. Como los chorros del oro teníamos la casa. Pero luego sufrimos nuestro Costa Concordia particular y, según admitía mi interlocutor, ahora sólo se barre una vez al día y exclusivamente en la zona cero del crucerismo. Y claro, ante la merma de operarios que compensen el déficit de urbanidad, el aspecto de la rúe degenera.

El maniqueísmo político dominante plantea dos opciones: o se reponen los granaires del recorte o nos recogemos nuestra propia basura. Así, sin gama de grises. Porque eso de no echar las cosas al suelo es pura ineducación y ningún ministro Wert lo arreglará. El problema principal es que la mierda es nuestra. Es nuestro hecho diferencial, como si cada valenciano llevara un Diógenes dentro y lo sacara a pasear. Hemos alfombrado las aceras de detritus porque confiamos en que alguien los recogerá por nosotros en una especie de proyección del talante de nuevo rico. Nos sobrevino en su día el oropel e interiorizamos el espejismo. No somos lo que comemos, somos lo que echamos a la basura. Los psiquiatras sabrían mucho más de sus pacientes si escarbaran en las bolsas que bajan cada noche al contenedor.

El hecho basuril nos retrata y denuncia a una sociedad infantil que exige tutela, que requiere un basurero, un profesor, un médico, un policía o un administrativo de multas para cada contribuyente. Llevamos incorporado a nuestro ADN un gen estatalista que, para desconsuelo de los de Pyonyang, no procede de Lenin, sino de nuestra dictadura. El estatalismo del español medio y la urticaria que le produce lo privado se remonta a Franco, un sujeto cuyo paternalismo era tal que se comía a sus hijos, como Neptuno. O como Kim Jong Il.

El debate está, entonces, en el tamaño de lo público. Entre los ultraliberales que ven un ladrón detrás de cada funcionario hay muchos de los que ensucian el suelo y luego se quejan de que vivimos entre deshechos. Del mismo modo, los savonarolas de lo público que ven un criminal detrás de cada empresa privada son incapaces de vivir sin alguien que limpie sus miserias. El gran debate es hoy delimitar la extensión del Estado. En la infancia de la recuperación económica, que nos costará sangre, sudor y lágrimas, es complicado establecer las coordenadas de lo público. Decidir cuánto Estado nos podemos permitir empieza por dejar de ensuciar el sitio donde vivimos, algo que no hacen ni los perros. Tómenlo como metáfora si quieren.