Hay unas palabras de Paul Valéry que, ahora, cuando reaccionamos ante la crisis económica mundial tapándonos la cara con ambas manos, igual que ante un descomunal puñetazo, no dejo de recordar: «La horrible facilidad de destruir». Ésta es quizás la lección más valiosa que se puede extraer de la historia: que el desarrollo, el progreso , la cultura son fáciles de arrasar o perder. Vivimos alumbrados por un sinfín de mundos extinguidos, algo que habría que recordar a quienes siguen creyendo que con del final de la Guerra Fría se han terminado todos los problemas, que cualquier conflicto se resuelve con una buena dosis de amable diálogo, que los avances tecnológicos traen inevitablemente el progreso humano, que la historia es una línea recta hacia la tierra prometida de la racionalidad o la prosperidad. No hay nada ganado firmemente.

A medio camino entre lo telúrico y lo cibernético, nuevas teorías heredadas del fundamentalismo religioso y el nacionalismo tribal se esfuerzan en difundir el convencimiento de que el contrato con la razón no ha funcionado en la Historia y debe ser sustituido por la irracionalidad de la promesa. En este antagonismo mito-razón se debate algo mucho más profundo que una forma de pluralismo social o cultural. Como en los tiempos sombríos de la Europa de entreguerras, donde se mueven los personajes de mi última novela, lo que se agita hoy no es sino la relación entre los derechos del individuo y los de la comunidad, entre la vida concreta y su inmersión en la Historia, entre el valor de cada uno y el precio que le asignan los proyectos colectivos, entre la emancipación y la violencia.

El tiempo como protagonista de mi última novela me obliga a describir los años inexorables que van deshaciéndolo todo, que matan el idealismo, que acaban con la inocencia, que sacan las maldades a la luz y arrasan los jardines de la infancia. Es un laberinto de historias y recuerdos, empapado de nostalgia. Pero no es mi nostalgia, es la de los personajes, muchos de los cuales sienten el peso de esa tristeza que arrastra lo que se ha vivido intensamente y se acaba. Suma de tragedia y esperanza, de poder y abuso, de las falsas libertades y el terror nuclear, quizá el gran descubrimiento del siglo XX ha sido su propia indigencia, cuya percepción ha inspirado páginas llenas de piedad y humanismo. Alguien tan al cabo de todo desengaño pero también tan perseverante en la lucha como el poeta Neruda se conformaba al término de su vida «con vivir en un mundo en el que los seres sean solamente humanos sin más títulos». Esa humanidad que le ha faltado al mundo en su currículo pertenece, sin embargo, a él. Algunos personajes así lo atestiguan.

Desgranando interrogantes sobre la validez de nuestro tiempo, precavidos por frustraciones anteriores, vacunados contra todo optimismo bobalicón, el futuro ha llegado. Y de su mano, el comienzo de una definición más humilde, más humana, mejor dimensionada del progreso, en la cual la coordinación con el medio, el respeto al programa de la naturaleza, la transformación profunda de nuestros hábitos culturales represivos o la utilización de conceptos-fuerza tan antiguos como la libertad y la igualdad sea renovada provechosamente con el protagonismo y ayuda de otros nuevos como el desinterés, el diálogo, la justicia y el derecho. Y el siglo XXI en el que ya nos adentramos volverá a sentir conmiseración del hombre y se esforzará en mostrarle su solidaridad con avances generosos de la ciencia, con asombrosos atrevimientos genéticos, con renovadas ilusiones para una humanidad, ya que no igualitaria, sí, al menos, más dominadora del dolor.