Siempre que uno habla, debe decir la verdad, pero uno no siempre debe hablar: incluso, a veces, el silencio es más elocuente. Entonces, ¿qué hacer con el inevitable tema de la semana, el cierre de RTVV? ¿Añadiré mi verdad al torrente ruidoso de lo ya dicho y escrito, o añadiré mi silencio al de los que siempre callan? No es tiempo de silencio.

De entrada, tenemos una paradoja y casi un dilema. Por un lado, quienes se sirvieron de RTVV hasta la náusea, la engordaron con apesebrados propios y afines, la esquilmaron, la maniataron con el temor y la manipularon a su antojo, la mediocrizaron sometiendo a los mejores al ostracismo, silenciando a los profesionales, quienes la envilecieron, la manosearon incluso, la exprimieron como un eficaz aparato de propaganda que les permitió desinformar, ocultar, deformar, adormecer, moldear una sociedad civil a la altura del betún de su integridad, quienes hicieron de ella un instrumento al servicio de su partido y de su ideología, esos, digo, ahora la cierran por «inviable»: no pueden asumir sus (de ellos) pérdidas. Ni una miserable autocrítica suena tímidamente en esa pandilla de incompetentes y su buen puñado de corruptos. No, ahora, en un ejercicio de cinismo y demagogia, computan los colegios y hospitales que se pueden construir con una Tómbola, con el salario de 400 enchufados o con las prebendas de los tertulianos que Camps atendía a mesa y mantel en los comederos de palacio.

Esa gente es lo peor que nos ha pasado: ahora se cargan su televisión de los valencianos, a la que inocularon el cáncer de la imposibilidad, como antes se cargaron la Mostra, la Trobada del Mediterrani, la costa y el territorio, la investigación, la industria productiva, las entidades financieras y cuanto cayó en sus manos. ¿Exagero? Díganme una cosa que nos haya ido bien con los Zaplana, los Olivas, los Camps y los Fabra, esos campeones del mundo mundial, ahora callados o genuflexos. Por otra parte, y aquí el dilema y la paradoja, por exactamente los mismo motivos que acabo de recitar como un la, la, la de Aute, ¿cómo puedo defender una televisión que hace 15 años que no veo y a la que no he visto en ningún sitio donde estuve, sin que nunca nadie la esperara?

Debo tomar partido, sin embargo: la defiendo. Quiero una televisión pública, independiente, profesional, de calidad, responsable. Y la quiero porque la encuentro necesaria: para el ejercicio político de la democracia; para el uso normalizado de mi lengua; para la difusión y producción de nuestra cultura; para la cohesión de la sociedad; porque alguien debe defender lo común; porque la información veraz o razonada es tan importante como un hospital o un colegio. La quiero, pero no mía, ni suya, ni de nadie: libre.