No tengo nada que hacer hasta que me muera», decía el otro día Salvador Paniker. Tiene ochenta y seis u ochenta y siete años, no recuerdo, y aparecía sentado en un sofá, con la fragilidad ósea de los viejos que han llegado bien a viejos. Pero con la tozudez precisa para alcanzar un ocho mil. La vejez es, en cierto modo, un ocho mil. Ahí arriba hay poco oxígeno, a veces necesitas mascarilla y bombona. Poco oxígeno, decíamos, y frío. Los ancianos sufren ataques de frío que a mí me gusta calificar de metafísicos porque no dependen de la temperatura exterior. Cuando la temperatura exterior es de cuarenta grados, el tuétano de los huesos del viejo puede encontrarse a menos cero. El viejo, no lo olvidemos, está en la cumbre y en la cumbre nieva todo el año. Hablamos, pues, de un frío que viene de dentro, del ánima, de la médula invisible que nos mantiene vivos.

„ Hijo, tráeme el abrigo.

„ Pero si estamos en agosto, papá.

„ Estarás en agosto tú, yo estoy en enero.

Es imposible saber en qué mes vive el viejo. Ni en qué día de la semana. A veces, ni en qué año. No es el caso de Paniker, que siempre ha estado al día, aunque de un modo intemporal, valga la contradicción. Lo más difícil de la existencia es vivir, de forma simultánea, el momento y el desmomento. Tener conciencia, en el mismo instante, de que somos sincrónicos y diacrónicos. Paniker, piensa uno, lo ha logrado porque es hijo de una ecuación con dos igualdades tan alejadas entre sí como la oriental y la occidental. La occidental se pierde en lo sincrónico y la oriental en lo diacrónico. Él ha logrado trenzar ambos extremos. Partidario acérrimo de la vida, defiende con talento el derecho a la propia muerte.

Bueno, «no tengo nada que hacer hasta que me muera», ha dicho. Yo tampoco, nosotros tampoco. La verdad es que desde que nacemos no tenemos nada que hacer hasta que llega la hora de la muerte. Por eso, precisamente, porque no tenemos nada que hacer, estamos tan ocupados. Hay que rellenar de algún modo todo ese vacío entre un acontecimiento y otro. Mejor rellenarlo con filosofía que con goma espuma. Es lo que hace Paniker.