Cada día tiene su afán, sin duda, pero también su acento y su registro, que se manifiestan ya, o sobre todo, en esa especie de última duermevela de la noche que son los amaneceres, el tiempo en que la sombra y la luz aún dudan, con la casa a oscuras. Un brillo inesperado en la manilla de una puerta, que sin duda procede de alguna luz exterior, pero otras veces no destaca. El de una envoltura en papel de aluminio sobre la mesa de la cocina, que de pronto parece ser el centro de todo. Los reflejos geométricos -un cuadrado superpuesto a otro- que se desplazan sobre la superficie del cristal de una puerta, al cerrarla. Todo explicable, claro, pero ¿por qué hoy? Una lámina de luz fría, de la luna aún bastante llena, cae en oblicuo de una ventana. Un sueño algo más profundo al final de la noche basta para abrirnos la percepción a un sistema de signos para interpretar el mundo de otro modo.