El pasado marzo vio la luz en la revista de Jueces para la Democracia un estudio jurídico de mi autoría sobre la reforma del aborto del ministro Gallardón, y más concretamente, el supuesto del nasciturus con discapacidad. En ese trabajo, concluía afirmando que «se ha pretendido crear un escenario legislativo fatalista, incluso más restrictivo que la propia ley de 1985, para posteriormente contentar a la ciudadanía con alguna pequeña corrección, que en todo caso, y debemos darlo por seguro, siempre supondrá una limitación de los derechos de la mujer». Por desgracia, parece que el ministro nos está dando la razón a los que así pensábamos, y ahora nos hemos metido en esa perversa forma de legislar, más propia del mercadeo.

Son preocupantes los esfuerzos que está realizando el ministro de Justicia para retorcer interesadamente la jurisprudencia del Constitucional y las resoluciones de las Naciones Uniones, puesto que ninguno de ellos viene a decir lo que pretende Gallardón. Más bien al contrario, son justamente estas instituciones las que han configurado toda una serie de nuevos derechos sexuales y reproductivos atribuidos a la dignidad de la persona, en este caso la mujer, hablando concretamente de los derechos que le corresponden respecto del control de su sexualidad, a decidir libre y responsablemente sin verse sujetos a la coerción, la discriminación y la violencia.

Las últimas declaraciones del ministro, que emplea un lenguaje absolutamente belicista contra las mujeres o las parejas que deciden interrumpir su embarazo, cuando tienen conocimiento de que el feto posee una discapacidad, criminalizando su dolor y despreciando la difícil decisión que debe adoptarse en ese momento, son totalmente reprobables y demuestran el endiosamiento que algunos políticos alcanzan cuando se les da una cartera de ministro. Gallardón habla de que «nadie puede tener menos derechos por tener menos capacidades», cuando es su propio Gobierno el que con los recortes ha situado a los discapacitados en la pura indigencia social y como ciudadanos de segunda.

Entrar en ese debate, pretender realizar un listado diferenciando entre discapacidades o malformaciones, es tanto así como admitir la posibilidad de que la mano divina de nuestro legislador pueda ir más allá de las convenciones internacionales, hablando de discapacitados buenos y malos, lo que es un auténtico error, además de una forma de desviar la atención sobre el verdadero problema, que no es otro que subrayar que el Gobierno no puede imponer una determinada moral social o decidir por la mujer. El ministro y el Estado sólo tienen que respetar los derechos de la mujer, y para el sector de la discapacidad, también respetar la dignidad de aquellos que están vivos y con necesidades acuciantes.