Baldomero Toscano, director de la programación de Mediaset, asegura que «no es una responsabilidad de la televisión educar». Un grumo de realidad difícil de encajar, desde luego, pero esperado y deseable para recomponer los añicos de este mundo ignoto. Lo obvio se evapora. La sensatez se impone a tiro del Baldomero de turno, quien carga la munición en su sitio. A los moralistas puritanos les enerva Sálvame, por ejemplo. En cambio a mí me agrada por su formato desenfadado. La cultura pesa mucho y su abuso asfixia. Un servidor -intelectual, columnista, filósofo, joven y de buen ver- necesita oxigenarse: hay vida más allá de la cultura. Así pues, ¿qué imposibilita reivindicar una vida muy docta a la par que una televisión cateta?.

Despotrican contra el cotilleo y el correveidile y azuzan a la escuela para que civilice a sus hijos. Oiga, sitúese: el profesor, sin una familia educada detrás, es algo así como una modelo sin pasarela. Los progenitores, muy resabidos, responsabilizan a los demás de sus infinitas incapacidades. Diríamos más: los padres, despreocupados de sus menesteres, culpabilizan a su antojo y tiran a matar: televisión, maestro o Internet, el caso es poner la bala sin poner el ojo. Suerte que, como decíamos, Baldomero encañona su cuota de realidad y menta a Perogrullo: «un programa de entretenimiento debe ser un medio de evasión». ¡Pues sí! La idea de una televisión erudita es, además de ridícula, injusta. Proclamo el derecho a la desconexión y el deber de fisgonear, terapia reparadora que endulza nuestro monótono transitar vital.

En fin. Que yo no promulgo ninguna dignidad televisiva. Prefiero una existencia plena, henchida de libros, sapiencia y crítica. Una vida pensada, meditada y digna, acorde a nuestra racionalidad humana (tan insistentemente torpe). La moralina criticona ni educa ni deja educar. ¿Por qué debe hacerlo el televisor? ¿Y los libros? ¿Y los padres? ¿Y los gobiernos? ¿Y el mundo? Que eduquen ellos.