Conocer el estado de nuestro mundo en épocas anteriores no es una tarea fácil, pero existen algunas formas de averiguar la situación del planeta hace siglos. Una de las mejores fuentes de información para ello se encuentra en algunos de los territorios más recónditos de la Tierra. Los hielos eternos que se hallan a grandes profundidades en la Antártida y Groenlandia recogen en su composición elementos de diversos tipos que aportan información sobre el pasado climático del Globo. Según un estudio reciente realizado por astrónomos, climatólogos, geólogos e historiadores del Desert Research Institute junto con diversas instituciones internacionales, las grandes erupciones volcánicas acaecidas a lo largo de la historia influyeron de forma notable en el clima del planeta. El hallazgo de partículas de sulfato volcánico en las muestras de hielo, cotejado a su vez con los documentos históricos referentes a las grandes bajadas de temperatura y el análisis de los cambios en el grosor de los anillos en los árboles son la prueba más firme de ello. Según dicho estudio, entre el año 500 a.C. y el 1.000 d.C. quince de los de los dieciséis veranos más fríos estuvieron precedidos de estos fenómenos. Aparte de ello, se produjeron situaciones aún más insólitas. En el año 536, una gran nube de enigmático origen cubrió el mar Mediterráneo durante 18 meses, originada, probablemente, por la erupción del monte Krakatoa. El caso más famoso de este tipo ocurrió hace 200 años. Entre los días 5 y 15 de abril de 1815 se produjeron erupciones de tal magnitud en el volcán Tambora que, debido a la cantidad de polvo y ceniza que se expulsó a la alta atmósfera, disminuyó drásticamente la cantidad de luz solar que llegaba al planeta. En consecuencia, debido a las bajas temperaturas de los meses estivales se recuerda a 1816 como el año sin verano.