Cuando, apabullados por las brillantísimas calificaciones de los alumnos centro y nordeuropeos, estábamos a punto de perecer en la ciénaga del bochorno académico, Finlandia nos ha lanzado un salvavidas moral para seguir a flote.

No es algo directamente relacionado con la enseñanza, pero sí oblícuamente, y no se conoce ningún salvavidas que haya dejado de cumplir su misión por el hecho de ser agarrado por los pelos. El caso es que Finlandia, cuyo sistema educativo es tan eficaz que los niños empiezan el colegio cuando cumplen siete años y lo acaban dominando cinco idiomas; Finlandia, el campeón de Pisa, el non plus ultra de la OCDE, la virguería de la docencia y la piedra filosofal del aprendizaje ha recibido a pedradas los autobuses de refugiados.

Esto no nos alegra en absoluto, pero en cierto modo nos anima en la dura tarea de mantener la cabeza fuera del hediondo légamo de nuestros resultados académicos. Aquí estudiamos poco, pero no le negaremos el pan al extranjero „si se trata del vecino es otro cantar, aunque no es momento ahora de hacer alta sociología„ porque sabemos que la enseñanza no lo es todo en la vida, sino un elemento más „importante, sin duda, pero sólo un elemento más„ entre muchos otros que determinan las actitudes colectivas de los pueblos. En Finlandia sacan muy buenas notas, pero tienen la empatía congelada. Les falta la espontaneidad, la sensibilidad y la cercanía de las razas meridionales. Incluso puede que su emblemática diligencia estudiantil sea, más que diligencia, mero entretenimiento forzado por las prolongadas reclusiones invernales.

En el sur hay menos afición al estudio, pero más inclinación al contacto personal, a la vida exterior; somos más abiertos, instintivos e intuitivos. Menos racionales. Nos conmovemos enseguida, y por eso nos desprendemos fácilmente de lo nuestro para darlo al otro „siempre, insisto, que sea extranjero y, por tanto, esté libre de nuestras envidias y rencores pequeñopaletos„.

Las pedradas finlandesas nos han hecho sentir menos cavernícolas; la frialdad septentrional nos ha recordado nuestra calidez humana y „¿por qué no?„ nuestra inteligencia. El rechazo y el primitivismo finlandés demuestran lo agudo que fue Andreiev, ruso de Orel, cuando afirmó en su Diario de Satanás que «sólo un tonto rematado se para en la ratio; el inteligente va más allá». El racionalismo de ciertas mentes nórdicas las ha llevado al trogloditismo de apedrear al prójimo, al error de cerrar sus fronteras para conservar no se sabe qué prosperidad.