España es un territorio caracterizado, como el de la inmensa mayoría de los grandes Estados europeos, por estar integrado por pueblos y culturas de diferentes procedencias. La circunstancia de que sobre el territorio español se constituyera tempranamente un Estado no se propuso para liquidar las diferencias culturales tan acusadas que se daban cuando se constituyó a finales del siglo XV, y que perduran. Ni siquiera el centralismo franquista, el intento uniformador más intenso y extenso de nuestra historia, fue capaz de acabar con las lenguas y culturas regionales profundamente arraigadas entre los españoles.

La Constitución de 1978 reconoció esa diversidad cultural creando el Estado de las Autonomías, una suerte de Estado federal, que preserva las singularidades regionales. El Preámbulo de la Constitución española no tiene parangón en el contexto europeo al proclamar la protección de los «pueblos de España en el ejercicio de los derechos humanos, sus culturas y tradiciones, lenguas e instituciones». No obstante, el analista menos avisado sabe que por encima de las culturas regionales es cada vez más significativa una cultura cosmopolita que iguala en gustos y costumbres a todos los occidentales. Hoy no se puede hablar de espacios culturales homogéneos indemnes a las corrientes culturales occidentales.

Muchos consideramos durante la transición que el Estado de las Autonomías, dotado de una considerable flexibilidad, sería capaz de satisfacer las tensiones excéntricas existentes, sin poner en peligro la integridad del estado más antiguo de occidente, y uno de los que ha tenido más éxito a lo largo de la historia. Con frecuencia olvidamos que España creó una de las culturas más exitosas del mundo, tejió el primero de los imperios, la primera burocracia moderna, el derecho de gentes, y la lengua común, la lengua franca de todos los españoles, la segunda de las lenguas maternas habladas en el mundo.

Es cierto que España no salió bien parada desde la pérdida de las colonias. Pero tampoco es menos cierto que los imperios francés, británico y turco tampoco han tenido una transición fácil hacia el estricto estado-nación. Parece ser una regla de oro que la resaca de los países que fueron imperios es larga y pesada.

La Constitución de 1978 supuso el renacimiento de España de sus cenizas. Se abrió al mundo y se puso a la cabeza de los Estados con mayor sensibilidad democrática. Nuestra Constitución es de las más avanzadas en lo que concierne a los derechos fundamentales y libertades públicas, al reconocimiento del estado social, a la concepción de la división de poderes, a la afirmación de que la soberanía reside en el pueblo. España se cuenta entre los países más permeables a los avances en lo que a derechos y libertades se refiere. Claro está, tenemos problemas, como todos los Estados occidentales, lo que debe considerarse como un síntoma de vitalidad y no de debilidad o decadencia. Y se trata de afrontar esas dificultades a las que sucederán otras en el futuro.

Los españoles tenemos ambición, en la medida en que no nos conformamos con ser una potencia mediana entre los países más exitosos del mundo. La cuestión es que seamos capaces de transformar la ambición en realidad. Conocemos cada vez más cuáles son nuestras deficiencias y tenemos energías suficientes para afrontarlas con éxito. No podemos perder el tiempo en rencillas internas, pues los retos que se nos presentan exigen que nos concentremos en resolverlos. Debemos utilizar todos los resortes creativos que el espacio europeo nos ofrece y para ello es necesario que seamos capaces de ejercer las presiones necesarias en las instituciones europeas. Como dijo Hamilton en el siglo XIX, cuando los Estados Unidos podían fracturarse, es hora de examinar las muchas ventajas de la unión de los territorios españoles y las enormes desventajas de romperla.

Cuando se escucha con atención a los independentistas se obtiene la impresión de que son escasamente ambiciosos, pues toda su aspiración es la de convertirse, dicen, en un pequeño Estado. Este posicionamiento es decepcionante y parece desconocer la razón de la existencia de estados minúsculos o pequeños en la Unión. Ninguno de ellos se parece en nada al territorio catalán y a los ciudadanos que en él habitan. Se trata de estados que han sido siempre independientes o han estado subyugados por otras potencias hasta muy recientemente. El caso de Cataluña es bien diferente, cuando menos desde la unión de Castilla y Aragón en el siglo XV ha sido España, del mismo modo que Castilla y las demás regiones españolas, algunas de ellos reinos. Y sin solución de continuidad, a salvo de algunos incidentes insulares y algunas correcciones de fronteras, el territorio metropolitano español permanece inmodificado desde principios del siglo XVI. Ningún otro de los grandes Estados europeos (no digamos de los demás estados) ha tenido la gran estabilidad territorial del Estado español.

España es una suma de territorios y culturas, de manera que sin alguno de los territorios peninsulares e insulares no se entendería nuestro país. La pretensión de los nacionalistas de referirse al resto del territorio español como España, que confrontarían a Cataluña está desprovista de sentido. Es como si los americanos hablaran de California a la que contrapusieran Estados Unidos. No se puede hablar de Cataluña y España, es ontológicamente imposible, porque una parte no puede confrontarse consigo misma. Y por mucho que se empeñen los nacionalistas en reconstruir la historia son españoles Ramón y Cajal, que es además aragonés, Prim, que además es catalán, Velázquez, que es además andaluz, Severo Ochoa, que es además asturiano, y un largo etcétera de grandes hombres que jalonan la historia de España. Todos ellos fueron españoles y se sintieron como tales.

La unión de España solo ha tenido ventajas a lo largo de la historia, pues estando unidos siempre hemos estado a la cabeza de los países más desarrollados del mundo y de la Unión Europea, pese a las grandes dificultades por las que atravesamos en la actualidad. Ahora que la Unión Europea inicia una fase trascendental de la construcción europea España puede desempeñar un papel fundamental, junto a Alemania, Francia e Italia. Y sería un error de dimensiones incalculables continuar un proceso de desunión que nos debilita dentro y fuera de nuestras fronteras, un proceso que nos conduciría a la irrelevancia en una etapa decisiva de la historia europea, un proceso en que los perdedores serían los ciudadanos. La principal ventaja de la unión es seguir siendo relevantes en un mundo globalizado y la principal desventaja es que en el mundo competitivo en que vivimos los errores estratégicos no se perdonan, del mismo modo que no se nos perdonaron los errores políticos que cometimos en siglos pretéritos.

De manera que debemos cerrar las heridas que está causando el intento de fracturar España, seamos todos generosos tal y como lo fuimos en la transición, sin vencedores ni vencidos. Y sin pausa reconstruyamos lo que sea necesario para seguir juntos en una España plural en que todos nos sintamos confortables.