Se puede estar de acuerdo, o no, con los planteamientos de las CUP de Cataluña, pero lo que está claro es que, a pesar de su ascenso en las últimas elecciones autonómicas, han dado un ejemplo contundente de honestidad política. No solo por reafirmarse en su decisión, mil veces pregonada de no apoyar a Mas ni a nadie manchado por la corrupción y las políticas anticiudadanas, que ya es un mérito a pesar de las decisiones judiciales impulsadas por el gobierno. La verdad es que la coherencia les ha llevado, incluso, a renunciar a su proyecto separatista pues, a la vista del porcentaje de votos a opciones partidarias de la declaración unilateral de independencia, han sido los únicos que han entendido que no existía la legitimidad ciudadana que pudiera avalar tal decisión y, la verdad, hace falta ser muy serio para renunciar a los propios deseos ante la fuerza de los votos.

Por todo lo anterior se equivoca Pedro Sánchez cuando aconseja al batiburrillo oportunista de Junts pel Sí que no se apoyen en las CUP para gobernar. Debería fiarse antes de este movimiento asambleario, al que tacha de antisistema, que de Convergència; pues no hay nada que haga más daño al sistema democrático que la corrupción, el abuso del poder y el empleo torticero de la legislación, ni nada más sano que la aceptación razonable del mandato de las urnas. Vista la actitud de las CUP, es fácil explicarse el fracaso de Podemos y su coalición, porque el electorado desconfía de los mensajes ambiguos y no me negarán que la campaña de Catalunya Sí que es Pot ha tratado de vender un discurso integrador con un cabeza de cartel declaradamente separatista.

Confiemos en que las fuerzas políticas, más allá de su autocomplacencia, sepan analizar los resultados de las elecciones autonómicas y se comprometan, con seriedad y sin trampas, con los ciudadanos para sacar adelante este país, para terminar con la brecha social que han creado las políticas conservadoras de Rajoy y las directrices alemanas y para reestablecer un sistema de justicia e igualdad de oportunidades en el que el enriquecimiento ilícito sea un delito que no prescriba, donde la administración no se desproporcione en favor de los partidos y sus correligionarios y donde la política fiscal tenga el papel distributivo que la legitima.

Sería bueno que los partidos que aspiren a gobernar el país se fueran comprometiendo a una reforma electoral que permita las listas abiertas y respete la proporcionalidad de los votos, que se comprometa a la desaparición de diputaciones y delegaciones ministeriales y del gobierno, que limite el número de altos cargos que se carguen sobre los hombros de los contribuyentes y que se atrevan a modificar la Constitución para aunar a los pueblos de España en un proyecto solidario y común que respete las diferencias pero que no conceda privilegios. Eso sería una nueva política y lo otro, más de lo mismo.