Lo que está sucediendo en Cataluña podría parecer un mal sueño o una ficción, pero no precisamente poética. Si se piensa en el cúmulo y gravedad de problemas que tenemos en estos momentos pendientes de resolver si de verdad queremos mejorar el futuro de este hermoso y al mismo tiempo complicado país, llamado España, y observamos la realidad cotidiana, es para echarse a llorar.

Es legítimo preguntarse qué nos pasa, que cuando tenemos algunos problemas resueltos claramente, como por ejemplo, sucede con la Constitución de 1978, que permite toda clase de libertades políticas, culturales o sociales de los ciudadanos; que garantiza toda clase de derechos humanos convencionales y materiales, y que permite tolerar, incluso; actitudes tan descaradamente antidemocráticas como la de todo un gobierno de una comunidad autónoma, aunque sea en funciones, y a un numeroso grupo de alcaldes, éstos recién elegidos, pero todos ellos integrantes del poder público, blandiendo sus varas de mando ante el Poder Judicial para presionarlo. Y no se diga que esto es libertad de expresión, pues a lo sumo lo sería para la simple ciudadanía, que tiene derecho a protestar pacíficamente desde una concreta visión política de los asuntos.

Es cierto que a partir de la aplicación de unas determinadas políticas aplicadas por políticos y partidos concretos, el país ha entrado en una profunda crisis, de la que para nada es responsable el contenido del texto constitucional. Son los políticos que han dirigido el país y sus partidos, los únicos responsables de cuanto ha sucedido y sigue sucediendo. A su incapacidad, a la manipulación de tales derechos y obligaciones en beneficio propio, de puro egoísmo personal y partidista. A la sombra de esta espléndida constitución democrática, se han dedicado a penetrar e impregnar las instituciones públicas en su propio beneficio y control. Sin rigor en lo económico ni en lo político y menos en lo social. Se ha trabajado superficialmente, desde el propio halago del ego de los dirigentes políticos, que solo han pensado en función del resultado de las próximas citas electorales (electoralismo puro y duro, se podría afirmar), sin considerar la repercusión de su actividad especulativo-partidista. Hemos carecido de gobiernos centrales que con la suficiente flexibilidad, pero también con la debida firmeza democrática, hayan sido capaces de poner los puntos sobre la íes de cada derecho y obligación derivada del texto constitucional.

Y así hemos llegado a una cierta indefinición en la que todo vale, con tal de que supuestamente, no se me perturbe demasiado en mi gestión política estatal. Hasta que ha estallado la burbuja autonómica. ¿Por qué no nos dejamos de una vez de procesos constituyentes e independentistas que llevan al caos más absoluto, una vez más, al país? Hay que poner en marcha una economía solvente, no especulativa, que permita una distribución de la riqueza justa y equitativa en el marco de la solidaridad y de la cohesión interterritorial. Esto sí que es un reto que merece un gran esfuerzo de todos