El presidente de la Diputación de Valencia, Jorge Rodríguez, está viviendo las contradicciones evidentes que provoca la actitud irreflexiva de querer eliminar a todo trance las diputaciones provinciales. Unas instituciones que tienen dos siglos de existencia y que son creación de la Constitución de Cádiz, cuya implantación supuso un hito en la democratización y vertebración de España. Y en la identificación territorial de sus habitantes con el transcurrir de los tiempos.

Efectivamente, hoy nadie podría entender, salvo quizás los nacionalistas-independentistas; que, por ejemplo, sólo se pudiera hablar de la identidad valenciana, sin matizar si se es originario o residente en la provincia de Castellón, de Valencia o Alicante. O ser andaluz, sin concretar que se es de Sevilla, de Córdoba o de Almería, pongamos por caso. Y no es cuestión baladí. Desde un punto de vista identitario, la ciudadanía, si desaparecen las provincias, se sentiría huérfana de tan importante referencia geográfico-histórica. Sin olvidar la incuestionable vertebración territorial y poblacional que suponen. Reflexione, señor presidente. La provincia aún mantiene per se un lugar destacado en el entramado político-administrativo municipal, y no se puede vaciar su contenido de un plumazo sin causar perjuicios serios a la ciudadanía.

Pero si nos referimos a la necesidad de esta institución provincial de carácter supramunicipal para la prestación y coordinación de servicios a los ayuntamientos pequeños, su dimensión se amplía hasta cotas no imaginadas. La diputación „como ayuntamiento de ayuntamientos„ tiene la importante misión de asistencia a los pequeños y múltiples municipios que existen en todo el Estado. Y la Comunitat Valenciana no es una excepción. Salvo que los adalides de la desaparición de la provincia, lo que estén considerando es, la eliminación de éstos, como defiende algún partido emergente, por ejemplo Ciudadanos, lo que no deja de ser una auténtica aberración, máxime en un país de las dimensiones del nuestro, con más de ocho mil municipios, la gran mayoría pequeños.

Organizativamente, la necesidad de la existencia de las diputaciones, es notoria. Obsérvese la contradicción insalvable que supone defender su desaparición y al mismo tiempo promocionar las comarcas o mancomunidades como entes supramunicipales, que viene a suponer la multiplicación de una especie de minidiputaciones con resultados insatisfactorios hasta la fecha, precisamente por la excesiva proximidad con los municipios que las integran, ante las habituales rencillas partidistas que, generalmente, les afligen. ¿Desde cuándo la atomización de entes supramunicipales en la época de las comunicaciones por internet y del transporte rápido por carretera, pueden resultar más eficaces y económicas que uno solo en el ámbito del territorio intermedio que representa la provincia?

A las actuales diputaciones, si les sobra algo, es el excesivo aparato representativo partidista, pues con la mitad de diputados y la utilización de asesores públicos, sería más que suficiente para su buen funcionamiento democrático. Por otra parte, la comunidad autónoma, como segundo escalón administrativo del Estado, por su tendencia natural a expandirse sin límite, puede absorber tanto las competencias locales como la autonomía del municipal, lo que las invalida