Tan cierto es que tropezamos continuamente en las mismas piedras como que nuestras decisiones y nuestro comportamiento no se rigen por los conocimientos de la razón y de la experiencia. Sabemos, por ejemplo, que la construcción masiva en nuestras costas es un atentado a la belleza y al medio ambiente, y un monocultivo que afecta negativamente a la economía y cuestiona la posibilidad de un futuro sostenible. Sin embargo, pasados los últimos temblores de la burbuja inmobiliaria y los miedos de la recesión, ahí nos tienes apostando cabezones por el Manhattan de Cullera o por la Marina d´Or de los cojones, una entelequia megalomana capaz de extender el horror urbanístico sobre miles de hectáreas junto al mar: la mayor ciudad de ocio y vacaciones de Europa, o sea, un lugar mastodóntico al que ninguna persona sensata iría de vacaciones.

No aprendemos. Sabemos, también, que la guerra es un fraude, un engaño que forma parte del problema que pretende resolver y, sabemos, por experiencia que no es la solución. Ninguna intervención militar terminó con los conflictos y todas las intervenciones militares los agravaron y complicaron. Los bombardeos sobre Siria, nadie se engaña, son una respuesta, porque la tragedia te impulsa a la acción y obedece a la necesidad de hacer algo, pero no una solución: los daños colaterales son inmensos; la víctimas inocentes inevitables e incontables; los efectos negativos se prolongarán durante décadas. Y lo que todavía es más evidente: son la perfecta excusa para no tomar otras medidas que serían más efectivas y que no admiten dilación. No hace falta ser un estadista, basta ver los noticieros sobre Libia o Irak para saber qué nos queda esperar en Siria. Lo sabemos, pero no aprendemos.

Últimamente todo me parece excesivo y elefantiásico. Por ejemplo, me leo el novelón de Winslow (´El cártel´) y donde en la primera parte no sobraba una línea, aquí le sobran más de un centenar de páginas (lo que no ´añade´, lo que no hace avanzar, sobra). Por ejemplo, me voy al Aragó Cinema (¡suerte!) y me trago el Puro Vicio de Paul Thomas Anderson, 148´de peli a la que le sobran dos horas largas. Digo esto porque quizá el problema esté en mí, pero hace meses que la presencia (omnipresencia) mediática de algunos políticos se me atraganta por hartazgo (mientras echo de menos las opiniones sensatas de otros que desaparecieron antes del combate): coparon los periódicos, coparon los telediarios, coparon las tertulias que se expandieron por la mañana, la tarde y la noche, y ahora copan los programas del pasar el rato o perder el tiempo, el famoseo y el chismorreo. Si la política era esto, si esto es hacer política, me parece excesivo. En lugar de un previsible debate en La Sexta, mejor un Gran Hermano en Telecinco y acabamos de una vez por todas.