L a denuncia de infrafinanciación de la Comunidad Valenciana por el Estado central, argumento reiterado hasta la saciedad, primero por el gobierno del PP y ahora por los portavoces de la coalición PSPV-Compromís, descansa en un argumento principal: la transferencia de recursos por habitante, desconocida por la ley que se regula el sistema de financiación de las comunidades autónomas de régimen común, aprobada en 2009. El criterio de financiación por habitante no forma parte de las reclamaciones de la mayoría de las comunidades ni en el resto de España lo defienden los partidos que aquí abogan en ese sentido. La Generalitat suma aliados en su pretensión de cambiar el sistema, pero una vez se abra la negociación no es seguro que disponga de socios para que prevalezca su punto de vista. El discurso actual será entonces motivo de nueva frustración.

Las 67 páginas de la ley de financiación aprobada en 2009 combina un conjunto de criterios, distintos según los apartados. En uno de los capítulos más destacados, el relativo a los Fondo de Garantía de Servicios Públicos Fundamentales, la población total de la comunidad autónoma puntúa con un 30%, la denominada ´población protegida´ -por grupos de edad- el 38%, el peso de los menores de 20 años es del 20% y el número de los mayores de 65 años aporta el 8,6%; la superficie, dispersión, insularidad, etc., apenas suma el 3%. Los representantes catalanes pidieron que se introdujera el peso del PIB o la proporción de ingresos fiscales con la que se contribuye. Las comunidades con menor densidad demográfica suelen solicitar que se calcule el coste de prestación de servicio por habitante. Y así cada caso tiene su peticionario y su arbitrista.

Nuestros arbitristas valencianos se quedan ahora con inversión por habitante. Es algo que el ciudadano puede comprender sin preguntarse si responde a un sistema justo como aparentemente pudiera parecerlo. En cierto modo, recuerda el argumento de la primera ministra británica Margaret Thatcher, cuando inspirada en las teorías ultraliberales de Milton Friedman preconizó el ´cheque escolar´: el precio de un puesto escolar medio (el presupuesto dividido entre el número de jóvenes en edad escolar) debía ser entregado al ciudadano para que libremente escogiera el centro educativo donde se le prestaría el servicio. Del Estado al individuo, sin la intermediación de la política y de las instituciones que evalúan y compensan las situaciones. Los costes escolares o de la sanidad, es sabido, son variables según la dispersión de la población, las distancias, las infraestructuras, las condiciones sociales y de edad de los destinatarios. Y así, nuestra izquierda pide un cheque ciudadano: igual reparto del gasto del Estado por cada habitante al margen de sus necesidades y nivel de ingresos. Es la redistribución socialdemócrata al revés. Tampoco se repara en que la Comunidad Valenciana tiene una estructura parecida a la española: un litoral densamente poblado, donde pueden aprovecharse las economías de escala, y un interior que abarca la mayor parte de la superficie y concentra poca población, en donde los servicios son más costosos por persona y las dotaciones no están al mismo nivel. Ximo Puig ha de saber bastante al respecto porque ha gestionado durante largo tiempo un municipio de estas características.

Frente a la tesis victimista encontramos una explicación política que remite a los gestores de años anteriores y a su modelo de economía, de inversión y de gasto. Volvamos la vista atrás, a la administración llevada a término desde 1995, en que el Partido Popular accedió al gobierno, y en especial desde que Francisco Camps pasó a presidir en 2003 el gobierno de la Generalitat y la cúpula regional de su partido, según la instrucción judicial, en complicidad con consejerías y otras administraciones se convirtió en una estructura delictiva que saqueó una parte de los recursos públicos en beneficio de su organización política y de varios de sus dirigentes. La corrupción supuso el cobro de comisiones por decisiones políticas. Las comisiones se imputaban al presupuesto de la adjudicación pero eso únicamente suponía la parte menor del coste que gravaba las cuentas públicas. Más importante que las comisiones en términos financieros fue la adjudicación de obras y servicios a precios muy por encima del mercado y la posterior aceptación de sobrecostes extraordinarios en las fases de ejecución. Las escuelas de negocios deberían enseñar lo que sucede cuando con estas prácticas se distorsiona el mercado. La deuda que nos aguarda, la mayor por persona de España en relación al PIB, comprometerá los presupuestos del Consell por generaciones. Política: sólo era mala praxis de consecuencias desastrosas.

Vayamos a la ley de 2009 y al argumento del perjuicio fatal que recae sobre los valencianos. La ley, al parecer, tenía dos efectos: mientras la burbuja económica seguía creciendo, la Comunidad Valenciana recibía una financiación más o menos adecuada; a medida que retrocedieron los ingresos por IRPF, IVA, asignación de carburante, etc., partidas que en varios casos determinan el cálculo de las transferencias en función de lo que un territorio aporta a la Hacienda central, los ingresos cedidos a la Comunidad Valenciana disminuyeron a un ritmo tan acelerado como crecía en intensidad la crisis en nuestro territorio, porque hay que recordar que la gestión política anterior nos había hecho más vulnerables a la crisis. Lo extraño es que en septiembre de 2009, cuando se aprobó la ley, el equipo económico del gobierno, la bancada del PSOE y nuestros cerebros económicos de la Comunidad Valenciana no habían advertido el cambio de tendencia de la economía internacional, justo doce meses después de la quiebra de Lehman Brothers y de la entrada en recesión de los Estados Unidos, y cuando se asistía a la desaceleración de la economía española. Un año después, el equipo económico del gobierno acuñó la expresión antológica de ´brotes verdes´ para anunciar que se atisbaba el inicio de la recuperación.