Mi amigo insistía. Hay cosas en las que el contenido no afecta tanto como el modo de ser. No me importa que me llames Juana, sino el retintín con el que me llamas, dice el refrán. Cuando un profesional presta un servicio, la diferencia no está habitualmente en el precio, ni en el IVA, que es el mismo. Está, incidía mi amigo, en el modo de ser. Es el mejor valor añadido: porque no tiene precio. No cuesta más, pero el cliente queda satisfecho.

Y, en efecto, toda relación humana está impregnada y preñada de un modo de ser, hasta llegar a ser entrañable (o extraña). Cada uno tiene el suyo, como no puede ser de otra manera, pero, y aquí viene lo interesante, todos intuimos que denota (o no) un cierto estilo empático. Tendemos instintivamente a apartarnos de quienes ponen su yo por delante. «Es mi modo de ser», dicen. Son autorreferenciales. No saben salir del yo. Basta que otro suscite una opinión en la conversación para que automáticamente se posicione en contra. Da igual el tema de que se trate. Son refractarios por el gusto de serlo. No hay reflexión, sino mera oposición. Se sienten originales, creativos, incluso, en su pedantería, innovadores. Es su modo de ser. Son incapaces de cambiar de opinión una vez expuesta: ¡Porque es mi opinión, faltaría más! ¡Soy libre para hacerlo! Y se conducen ignorando a los demás, en un aislamiento que encubre su yo egótico.

Cervantes nos incita a ser humildes y así don Quijote exhorta a Sancho a «poner los ojos en quien eres, procurando conocerte a ti mismo, que es el más difícil conocimiento que puede imaginarse. Del conocerte saldrá el no hincharte, como la rana que quiso igualarse con el buey. Haz, pues, gala de la humildad de tu linaje, y no te desprecies de decir que vienes de labradores; préciate más de ser humilde virtuoso».

Los antiguos filósofos nunca se apercibieron de la belleza de la humildad. Ciertamente, no les era posible. Nietzsche, como buen neopagano, la desprecia con altivez, como cosa propia de la moral de esclavos, de fracasados. Pero hete aquí que cada Navidad nos pone al alcance de la vista (para el que quiera ver, claro) una paradoja inmensa: el anonadamiento de un Dios que toma carne humana en un niño, amamantado, necesitado de calor y de ternura. La humildad es saber imbricar mi vida con la de los demás. Sentirme formando parte de una polifonía armoniosa que alegra la vida de los otros. Porque la humildad es la perseverancia del amor en el tiempo. La humildad, decía san Bernardo, es la cuna donde se mece el cariño. Es el modo de ser.