De algo estamos seguros: con una componenda como la del sábado, no se puede fundar una república. Solo un hombre como Puigdemont lo puede ignorar, pero el Artur Mas que no aplaudió casi nunca a su marioneta, ese debe saberlo. El tipo humano de Puigdemont es aquel de los ayudantes de Kafka. Su fidelidad al Castillo será tan atenta como servil. Pero su obstinación fanática y obtusa no tiene nada que ver con la política, sino con la conquista del reino de los cielos. Eso es lo que parecía abrazar cuando se fundió en su abrazo con el témpano Mas. Ese celo unilateral, propio de los santos imbéciles -como llamaba Weber a los puritanos- incomoda al astuto Mas, desde luego; pero también a los espectadores. Todo esto es lamentable, ilegítimo y deja a los demócratas ante la profunda convicción de que nadie quiere seriamente seguir por este callejón sin salida. Esto también lo saben los de Convergencia y por eso su discurso está lleno de medias verdades y medias mentiras que, juntas, configuran un pastiche contradictorio, grandilocuente y ´botiguers´. Con Puigdemont, desde luego, nos vamos a hartar de grandilocuencia. Esa va a ser la diferencia. Pero como nos adoctrinó Borgen, hay un refrán en la lejana Groenlandia que dice: «Negar un fantasma es la mejor manera de hacerlo grande. La lección sirve para Convergencia y para el PP.

Ahora sabemos que Mas no debe tener miedo a Junqueras. Pues la verdad es que Esquerra Republicana ha revelado con claridad lo que es. Un grupo de dignos y puritanos profesionales de la enseñanza que sueñan con los cargos intermedios en la burocracia de la República Catalana, pero que esperan que la burguesía barcelonesa se los sirva en el plato. Así que todo está en la mano de Convergencia. Pero la jugada maestra, cómo solo podría haberla susurrado el viejo Pujol, permite algo decisivo: rehacer el partido desde el poder sin quemarse en las inhabilitaciones que vengan. Para eso servirá el señor Puigdemont, que viene de encubrir con buena conciencia el turbio asunto del servicio de aguas de Girona, un complejo nudo de corruptelas que muestra las prácticas de las oligarquías locales del viejo PSC de Nadal, y que explica por qué Maragall se tuvo que comer su inicial denuncia del 3% cuando tenía el poder para investigarlo; y por qué, tras los debidos pactos de omertà (hay fotos elocuentes), esos viejos socialistas se han pasado al independentismo con armas y bagajes. Pero algo es nuevo. Mas, que conserva todos los resortes del partido en su mano y que tiene el acceso a la cámara del poder del Castillo -el pisito del Sr. Pujol-, ahora tiene libertad de movimientos y un futuro más claro, porque cuando descarrile todo esto, el responsable será el pobre e infeliz ayudante Puigdemont.

Es perder el tiempo comentar el papel de la CUP en todo este embrollo. Ya vemos lo que da de sí el principio asambleario. Lo menos que podían haber hecho, de tomarlo en serio, habría sido convocar una asamblea para votar sí o no a ese papel por el que sus diputados venden su alma a Mefisto. Respecto de Baños, lamento que finalmente haya cambiado de principios, como anuncié hace dos semanas. Pero el ratón se le ha escapado y ahora tiene una marioneta para jugar, algo muy aburrido. El caso es que su propio partido, cuando parecía apegado a la dignidad, publicó las actas de la comisión secreta de investigación con la que Puigdemont cubrió las prácticas de Nadal en Girona. La corrupción en Cataluña no es Mas; es Convergencia entera la que está hundida hasta las cejas. En suma, la CUP ha manifestado ser un grupo de aficionados sin convicción ni coraje, un conjunto volátil de diletantes y aventureros que saben que se han entregado a las tramas contra las que han luchado durante veinte años.

Llamar a esto un acuerdo es un eufemismo. El miedo es la pasión que lo inspira. Un acuerdo no se basa sobre la eliminación de la voluntad de uno de los que pactan. Y esto es lo que se ha impuesto a la CUP, a la que, en la mejor tradición católica, se le impone arrepentirse y pudrirse en el aceite hirviendo de su conciencia de culpa. Con ese papel en la mano, la CUP deja de tener voluntad política. Eso es todo. Pero el miedo a que todos los actores de este bochornoso espectáculo fueran castigados en las urnas, ha impedido que se haya seguido lo más natural, que hubiera sido decir a la ciudadanía que no había una mayoría solvente para apoyar a un Presidente, y que ella debía juzgar acerca de los responsables de ese espectáculo para corregir o confirmar su juicio según viera oportuno. Pero cubrir el espectáculo con una finta y que la ciudadanía tenga que tragarse algo de lo que no tenía la menor noticia cuando votó, esto parece contrario a cualquier proceso democrático. ¡No hay que olvidar que Puigdemont iba como número tres de su provincia! Por lo demás, la CUP se compromete a escenificar con dimisiones de sus representantes su «nueva etapa política». Eso, señores de la CUP, se escenifica con nuevas elecciones y ante el electorado.

En fin, España tiene la oportunidad de mostrar que tiene más altura que todo esto. No obstante, tenemos la obligación de expresar nuestras dudas al respecto. Que España no abandonará los derechos de los ciudadanos españoles de Cataluña, eso lo damos por descontado. Nadie puede tener la potestad de violar esos derechos. Claro que no se trata de la mística de la unidad de España. Se trata de no ver restringidos derechos fundamentales -como el de ciudadanía- por el acto arbitrario de una mayoría, sobre todo si ese acto no ha sido ni debatido ni explicado en la sede del mismo Parlament que toma esa medida. Esto no tiene nada que ver con el 48% o el 52%. Tiene que ver con que la democracia es garantía del derecho de las minorías e impone la limitación de la capacidad de despojarla de derechos primarios por parte de la mayoría. Eso se hace mediante pactos de Estatuto, resultado de negociación y aprobación popular directa y con claras garantías que eviten masivas injusticias. Por mucho que este sea el abc de la democracia, conviene repetirlo en estas circunstancias.

Pero hay otra cuestión política fundamental. La pregunta es si España asumirá su parte de responsabilidad en este callejón sin salida de Cataluña. Y esto por dos razones fundamentales (dejo para los historiadores las veleidades de Zapatero). Primero, porque las dudas acerca de la legitimidad de la figura de Rajoy cuestionan, debilitan y bloquean cualquier proceso de defensa efectiva de la posición del Estado español que venga de su mano. Y segundo, porque la posición del Gobierno del PP respecto de Cataluña ha sido equivocada desde el principio. En este sentido me gustaría escuchar de sus portavoces una necesaria autocrítica. La consecuencia es que la respuesta del Estado no puede ser liderada por el señor Rajoy, quien parece que solo sabe invocar a los servicios jurídicos del Estado. Necesitamos al frente del Gobierno a alguien limpio, pleno de legitimidad, fuertemente apoyado, y dotado del adecuado espíritu constitucional y constituyente, que no sea rehén ni de las ilegalidades masivas mantenidas desde las décadas de Fraga, ni de una política que atizó el fuego catalán por activa y por pasiva. Necesitamos un Gobierno que esté en condiciones de impulsar una negociación con la sociedad catalana y hacer una oferta clara, generosa, moderna, para que el pueblo de Cataluña y el de España acuerden una relación sólida, segura y eficaz.

Y esto va a ser muy difícil. Cuando la Constitución española estableció la diferencia entre nacionalidades y regiones no se situó en la indecisión. Se situó en la decisión de reconocer una diferencia histórica que nadie puede eliminar. Se equivocan los que desde décadas quieren hacer reversible este derecho de un modo u otro. Al intentarlo los diferentes gobiernos del PP, mucha gente de Cataluña ha respondido actualizando lo que toda nacionalidad tiene como latente, una fuerte dimensión nacional. Esa respuesta ha sido tanto más intensa cuanto las instancias de Gobierno de la Generalitat venían armándose contra lo que veían como intención del aznarismo, acabar por la vía de los hechos con esa diferencia nuclear del título VIII, que el PP jamás votó. Recordar esto obliga a reconocer que en el origen hay derechos básicos de Cataluña, derechos internos a la Constitución, que también estaban amenazados. El caso es que de la misma manera que aquel reconocimiento se canalizó por el derecho en 1978, así debe volver a hacerse.

La clave es que, a diferencia de 1978, el PP tiene mucha más fuerza política que Alianza Popular. Pero su posición, hoy como ayer, es la misma: acabar con el derecho específico de las nacionalidades hispanas. Y esto es un error histórico de proporciones gigantescas. Por eso, lo único importante es explorar si se puede tejer un gobierno con fuerza suficiente que, desde la aceptación sin reservas del título VIII, esté en condiciones de actualizar lo que eso significa para el régimen de autogobierno de Cataluña, de tal forma que se ofrezca garantías legales de que será desterrada toda voluntad de reversibilidad. Aquí es donde Ciudadanos tiene que demostrar si tiene algo positivo que proponer, o si solo tiene como misión decir con amabilidad lo que Albiol dice con dureza. Es evidente que el Gobierno español no puede apoyarse en esa contradicción andante que es Convergencia. No más dependencia del Castillo. Ese Gobierno debe reunir a los que quieren sinceramente ofrecer a los españoles reformas que impidan la corrupción política, que mejoren la ley electoral y la limpieza de la representación, que mejore la ley de administración civil (diputaciones incluidas), que mejore el poder judicial, que defina la transparencia de la Administración y que, como un reforma más pero fundamental, mejore la oferta de autogobierno de Cataluña en el espíritu del título VIII y del reconocimiento de su personalidad histórica. Eso no puede implicar en esta legislatura una reforma constitucional, porque el PP tiene minoría de bloqueo y no parece dispuesto a nada. Pero tiene que implicar un referéndum en Cataluña acerca de esta oferta de estatuto que selle su conexión hispana y europea, y ofrezca garantías recíprocas a los catalanes y españoles de protección de sus derechos.