La sesión del Congreso de los Diputados de 13 de enero de 2016, de constitución de la mesa y de juramento o promesa de los diputados, la vimos con preocupación. Lo sucedido parecía ser la representación de un guión de Berlanga y Azcona, que bien pudiera haberse llamado El Congreso Nacional. Pero inmediatamente tenemos que corregir y decir, en honor de Berlanga, que pese a su desbordante ironía no creemos que nunca hubiera escrito un guión ni realizado una película como la que vimos en la televisión el 13 de enero de 2016. Porque Berlanga nunca hubiera ridiculizado al Congreso, al representante de la soberanía nacional. Su ironía desbordante hubiera sido frenada por sus convicciones democráticas, que nos consta eran muchas.

Cuando los nuevos diputados de Podemos, y algunos otros, quieren comparar la situación actual con lo que sucediera tras las elecciones de 15 de junio de 1977 ponen de manifiesto una gran ignorancia, y nos producen una gran tristeza por no haber sido capaces de transmitir a los más jóvenes el significado de aquellas elecciones. En aquellas circunstancias, y pese a que fueron elegidos diputados personas que representaban ideologías contrapuestas, Fragas y Carrillos, los elegidos por los españoles el 15 de junio de 1975 fueron, sin excepción reseñable, respetuosos unos con otros. Pues allí, cada uno desde sus ideas, los que habían sido represores (que los había) y los reprimidos (que también los había), practicaron el más exquisito de los respetos a todas las personas. Y fundado en ese respeto a las personas y a las nacientes instituciones democráticas se construyó, desde un régimen dictatorial, un régimen democrático para asombro del mundo occidental que no las tenía todas con nosotros. Los antecedentes parlamentarios españoles durante la Segunda República en que no eran infrecuentes las amenazas, e incluso las amenazas a muerte, alguna consumada, no auguraban nada bueno. Sin embargo, los diputados españoles recién elegidos desde el primer momento fueron capaces de entender la altísima misión que los españoles les estábamos confiando. Y no nos defraudaron.

El Congreso no es una asamblea universitaria, ni una reunión de vecinos, ni una algarada callejera. Es nada menos que la casa de la soberanía, en que todos los elegidos merecen respeto, y en que todos deben respeto al lugar simbólico en que se encuentran, con sus enormes privilegios y sus enormes responsabilidades. Con el privilegio de poder cambiar la realidad mediante leyes. Y con la responsabilidad de interpretar las necesidades de los ciudadanos, de todos los ciudadanos, cada uno desde su propia perspectiva, desde el pluralismo político que es uno de los valores que instaura nuestra Constitución.

Los vencedores en unas elecciones generales si obtienen la mayoría absoluta de los diputados podrían gobernar llevando a cabo su programa sin contar con los demás. Pero aunque sea legal un comportamiento de esta naturaleza puede ser, incluso, antidemocrático. En ese error han incurrido en España los partidos políticos que han obtenido mayorías absolutas. Pero si es un modo de proceder incorrecto que la mayoría no cuente con las minorías para gobernar, el dislate es mayúsculo cuando una minoría considera que sólo ella representa a los ciudadanos, sólo ella es legítima y pretende suplantar a la mayoría. Los demás serían el búnker, la casta y un largo etcétera de descalificaciones. Es más, un posicionamiento de esa naturaleza resulta patético, por mucho que algunos medios de comunicación y comunicadores les hagan la ola permanente a quienes así se pronuncian. Y no menos sorprendente es que los medios, comunicadores y políticos de mayor experiencia, de contrastadas posiciones democráticas, no sean capaces de poner en su sitio a los que se manifiestan con desprecio de los que también han sido elegidos por españoles.

Los españoles han puesto en su sitio, en cada sitio, a los partidos políticos. Y el primer acto de respeto tiene que ser el de reconocer el sitio en que cada uno se encuentra indubitadamente, sin que una vez producidas las elecciones valga otro criterio que el de los escaños otorgados por los ciudadanos. Ni más ni menos: ese es el juego de la democracia.

El Congreso no es una fiesta, sino que es un lugar de trabajo, el de mayor trascendencia que existe en las democracias. Un lugar de trabajo en que hay que concentrar todas las energías. Ni siquiera Berlanga hubiera concebido una primera sesión del Congreso en que aparecieran diputados encabezando una banda de música, ciclistas que hacen la mascarada de intentar entrar en el recinto del Congreso, un bebé que pasa de mano en mano, y que es amamantado por una diputada, puños cerrados en alto, aplausos a los que prometen el cargo con coletillas obvias o ridículas, reuniones frente al Congreso en que algunos líderes lloran.

Pero vamos más allá de los gestos y de las apariencias, que son secundarias. Muchos han justificado el espectáculo que vimos el 13 de enero de 2016 porque quedaría reflejado en el mismo la sociedad española; la gente. Pero es que el Congreso ni es ni tiene la función de reflejar en los diputados toda la realidad. Trata de reflejar en los elegidos lo mejor de nuestra sociedad. Lo que los ciudadanos esperan no es que el Congreso se parezca en su composición y en el comportamiento de sus miembros a esos programas de televisión en que parece que se elige lo peor de cada casa. En la sociedad hay de todo, personas virtuosas y delincuentes, los que pagan sus impuestos y los defraudadores, los que son honestos y los que son corruptos, los buenos estudiantes y los malos estudiantes. No es necesario seguir poniendo ejemplos. No, señores, no queremos que el Congreso sea una reproducción de la sociedad: queremos que en él se sienten los mejores para afrontar con éxito nuestros problemas, los problemas de todos que son muchos y que exigen una gran calidad de las personas.

En el Congreso tiene que estar representada toda la gente, pero la mejor gente. Y la gente, la mejor gente, no es sólo mi gente, ni es sólo la gente de los otros. Pues entre los votantes de cualquier partido político hay buena gente y mala gente. Y por eso el nivel ético que puede, que debe exigirse a los diputados, debe ser muy superior al que se exige a los que no se dedican a la política, sea cual sea el partido político en que se han presentado a las elecciones. Los diputados deben estar entre los mejores miembros de nuestra sociedad, deberán acreditarlo en los próximos años y como la mujer del César no sólo deberán serlo sino que deberán parecerlo.

El 13 de enero de 2016 muchos diputados y diputadas, aunque una minoría, se descalificaron a sí mismos. Pusieron de manifiesto que no entienden el sistema democrático. Se comportaron con una soberbia impropia de representantes de los ciudadanos. No manifestaron respeto ni a la institución, ni a los demás diputados, ni a los ciudadanos españoles en general. Esperamos, no obstante, que la mayoría de los diputados acrediten que comprenden la difícil misión que les hemos confiado que, aun no siendo equiparable a la que tuvieron que afrontar los diputados en 1977, es de las más difíciles de la era democrática.