El mundo comienza a salirse de sus goznes y nosotros no íbamos a ser menos. Así, el Partido Republicano de EE UU denuncia a Donald Trump por no ser conservador de verdad. El filósofo alemán Peter Sloterdijk, por su parte, asegura ni más ni menos que Alemania ha cedido su soberanía a los refugiados. Lula de repente se expresa casi como si fuera Camps, y Otegi, en medio de una especie de aquelarre de pastores prehistóricos, demanda un Estado propio. Así que Rajoy se ha visto obligado a decir lo suyo. Con un extraño sentido de la política, comentó que aceptar el encargo del jefe del Estado de intentar ser elegido presidente de Gobierno también es corrupción. Así las cosas, tenemos difícil adónde mirar. La segunda oleada de globalización que conoce la humanidad presente nos ha dejado por ahora perplejidad y desconcierto. No será la estación final.

La crisis española, como la griega o la italiana, la francesa o la portuguesa, no puede ser entendida al margen del actual desconcierto mundial. Por ahora podemos mantener la esperanza de que las consecuencias que sobre las sociedades produzca esta crisis inducida por la globalización, no sean tan tremendas como las que conoció el mundo tras 1929, cuando los endebles equilibrios tras la I Guerra Mundial se vinieron abajo. Rotas las cadenas mundiales que mantenían atados los rumbos de los pueblos, cada país se entregó al camino solitario de buscar soluciones propias. Lo que sucedió entonces debe ser recordado. Los países que, como Estados Unidos, lograron fundar un nuevo contrato, con Roosevelt a la cabeza, salieron adelante. Los que destruyeron los regímenes democráticos con políticas oprobiosas, caminaron indefectiblemente a la tragedia. En estas condiciones, la agenda fundamental consiste en impedir que los vínculos solidarios internacionales y las políticas cooperativas de los grandes espacios se vengan abajo. Si eso sucede, ninguna democracia estará a salvo.

El actual desconcierto está provocado fundamentalmente por la imposibilidad de ordenar de forma adecuada el capitalismo financiero mundial. La burbuja inmobiliaria que hemos padecido es un efecto de este desorden, no su causa. Su origen está en la dificultad de colocar productivamente las inmensas reservas de capital que hay en el mundo. Las burbujas especulativas acompañan las ingentes emigraciones de una economía mundial, las estimulan y las dislocan. En la actualidad, esas inmensas reservas no saben dónde colocarse. Las burbujas, para ser eficaces, requieren incautos pequeños ahorradores y la mayoría ya están desplumados. Los grandes financieros no juegan entre sí. Pero las poblaciones empobrecidas tampoco pueden aumentar la demanda de bienes para aumentar la producción. La consecuencia es que un inmenso caudal de riqueza tiene que separarse del flujo productivo y depositarse en bancos centrales, deuda pública o refugios de inversión. Todo menos dar paso a un reforma fiscal que ponga recursos en manos de los Estados para llevar programas keynesianos de expansión.

Ese desconcierto coincide en el tiempo con otro que muestra la debilidad de la Unión Europea. Los padres de la UE deseaban regular el mercado interior. Cuando se produjeron las primeras señales de la globalización actual, la UE aspiró a proteger el gran espacio europeo de las sacudidas de los sistemas productivos emergentes del oriente asiático. Pero cuando China se puso en pie, entonces la política de la UE cambió de orientación y, en lugar de protegernos del mercado mundial y sus condiciones laborales, se embarcó en la consecución de un superávit único en el mercado mundial, lanzando al sistema productivo alemán „la punta de lanza de la UE„ a un exitoso camino de competencia mundial. Ahora bien, para lograr este éxito, Alemania tuvo que devaluar sus salarios, contraer su inversión pública y rebajar el nivel de vida de sus trabajadores y jóvenes. Lo pudo hacer porque el colchón del Estado de bienestar era tan amplio y el estilo de vida anti-consumista tan extenso, que produjo sin traumas una adaptación única del viejo ordoliberalismo a un nuevo liberalismo más afín con el que había puesto en marcha la nueva globalización. El resultado fue que, de un escenario de protección, la UE se transformó en un motor agresivo de adaptación al nuevo orden mundial.

Los países que necesitaban mantener una productividad cercana a la alemana y que eran dependientes de su sistema productivo, como Italia, Grecia o España, tuvieron que imitar esas devaluaciones ingentes de su economía. Pero sin un colchón tan intenso del Estado de bienestar, la necesidad de adaptación a un régimen dominado por las exportaciones causó un destrozo sin par sobre la cohesión social. Al no identificar un sentido de la solidaridad en Europa, esas medidas destruyeron la fidelidad de poblaciones al gran espacio europeo. Lo que vino después fue sintomático. En 1989 Europa entera estaba en condiciones de asimilar a cerca de 20 millones de alemanes orientales y de integrar un país en ruinas sin grandes movimientos de resistencia. En 2016 no está en condiciones de asimilar millón y medio de refugiados. Rotos los vínculos de solidaridad, cada país comienza a perseguir su propio camino. Todo esto no es sino un síntoma de que se está llegando al punto de inoperatividad de la UE. Estamos en la zona de peligro, por tanto. Por otras causas, comenzamos a recorrer el destino posterior a 1929. Cualquier detalle, cualquier chispazo, puede hacer irreversible el sentido de la historia.

Cuando escenarios de este tipo se han vivido en nuestro entorno, España ha reaccionado casi siempre de la peor manera: extremando sus posiciones radicales, tanto respecto a los problemas internos como a los externos. Fue lo que hicimos en 1914 y lo que volvimos a hacer en 1931. Ese es el contexto en el que estamos hoy. Cualquier líder que no tenga en cuenta este complejo marco, solo dará manotazos al aire. En esta situación, la fuerza que menos ha elaborado un diagnóstico de la situación es el PP. Cree ingenuamente que ha hecho lo correcto. En realidad, ha seguido al pie de la letra la política alemana. La consecuencia es que 8 de cada diez españoles creen, con razón, que la hora de Rajoy ya ha pasado. Tomar posición frente a su política es una exigencia de quienes deseen renovar el contrato social básico de solidaridad en la sociedad española. Y aquí aterrizamos en nuestro presente.

Pues si se pretende ofrecer a la población española un contrato básico nuevo, entonces es preciso abordar una agenda social restauradora. No se trata de una política exclusiva de izquierdas. Se trata de que todas las fuerzas políticas implicadas en ese proyecto apuesten por un nuevo denominador común de política social capaz de reconstruir la solidaridad básica del Estado. Eso es más importante que el problema catalán y quizá, si se llevara a cabo, veríamos que decrece el número de independentistas. Eso tiene una consecuencia: no hay salida hacia una España restaurada sin que Podemos forme parte del nuevo pacto de un gobierno excepcional. Los intereses de sus cinco millones de votantes no pueden ser ignorados. Esos votantes claman por una nueva agenda social y por un modelo diferente del gran espacio europeo. Esto significa dos cosas: que PSOE y C´s no pueden dejarlos fuera de la negociación con el trágala del pacto ya firmado, y que los líderes de Podemos no pueden subordinar esos votantes a los fines que le dicten su sentido de la estrategia o sus hábitos sentimentales subjetivos respecto al PSOE. Esos sentimientos hay que comérselos y digerirlos para conquistar una mínima objetividad.