Amoris laetitia es el precioso título de la nueva exhortación que ha escrito el papa Francisco, para hablar de la familia. Como su lema indica, se trata de un canto al amor humano. Sus casi 300 páginas dan idea de la extensión e importancia que alcanza este tema en el corazón del romano pontífice. No es un prontuario, sino una reflexión, honda, escrita con un lenguaje sencillo, entendible por cualquiera, para hablar de la hermosura del matrimonio y de la familia: el único lugar en el que todos y cada uno de nosotros valemos por lo que somos y no por lo que tenemos. Esto sí que es un círculo de convivencia, servicio y humanidad.

Como indica el propio pontífice en el prólogo, su lectura requiere tiempo y sosiego; pero, al mismo tiempo, se puede leer por capítulos, sin que importe por cuál se comience, según las propias inclinaciones o necesidades.

Un punto destacado por los medios de comunicación es el trato que se da en el documento a las personas divorciadas y que han contraído nuevas nupcias con otra pareja. Lo más significativo, a mi entender, es que no se trata en conjunto. Dejada clara la posición de la Iglesia Católica en este punto, que sigue siendo la misma, el Papa insiste en la necesidad de actuar, de acoger, caso por caso, con discernimiento y sabiduría. Dicho de otro modo, en la Iglesia no hay café para todos. Cada persona merece la estima y el respeto de su dignidad. Y cada uno ha de ser tratado en su singularidad. No es la Iglesia un colectivo sometido a prédica, simplemente sermoneado; sino una familia, en la que cada uno de sus miembros, mayores o chicos, ha de ser tratado desigualmente, sencillamente porque son desiguales y es lo que exige la justicia y el cariño.

Este trato "personalizado" que se da a todos los que en conciencia abren su alma a los pastores es quizá la seña de identidad más clarividente de la Iglesia Católica en relación a otras confesiones religiosas. No es la persona para la norma, sino la norma para la persona. Y esto sugiere, como praxis, el hecho de que habitualmente se dé una respuesta en función de las posibilidades de la persona: es la llamada ley de la gradualidad, en lugar de la gradualidad de la ley, que sería rebajar a los deseos -no siempre buenos y nobles- las exigencias de la fe cristiana. Hay que adaptarse a cada uno, abajarse para comprender, desde el otro, su situación; y de esta manera ayudarle, darle la mano, para que reemprenda el camino, tenga ánimo y se supere. Y suavemente alcance las altas cotas a las que es llamado y que constituye la esencia del cristianismo: amar como ama Jesús de Nazaret. Un canto al matrimonio y a la familia, al estilo de san Francisco de Asís, muy propio de este papa. Familia que sigue siendo, entre los españoles, la institución más apreciada, con una diferencia estratosférica, sobre cualquier otra. Una señal de esperanza.