Hablemos de libros. Siempre me pareció tan arbitrario e innecesario animar a la gente (yo soy gente) a que leyera, como recomendarle al personal que comiera tal cosa o mirara tal otra. Leer está muy bien, aunque tampoco estaría mal (si fueran incompatibles) una vida llena de viajes y aventuras, o de viajes sin aventuras, o de aventuras sin moverte de casa. Yo qué sé. Leer está muy bien, pero follar tampoco está mal: no parece necesario animar a nadie que sepa leer a la lectura, tan innecesario como invitar a los buenos amantes a ejercitar las excelencias del sexo. Lea, pues, si le apetece. Y, si no, tampoco pasa nada: usted se lo pierde y eso que se encuentra.

Por mi parte, siempre leí, aunque fuera en potencia: siendo analfabeto, tenía una cartera que llenaba con los libros de mi hermana mayor y que arrastraba hasta la escuela. De adolescente fui un lector más estricto que una gobernanta inglesa: poco importa lo que llegara a entender, pero la cosa pasaba por Sartre y Camus, por Beckett o Cioran. ¡Frivolidades las justas! Cuando estaba a punto de perdérmelo, cayó en mis manos «La infancia al fin recuperada», de Savater: me diluyó la mala conciencia y pude compaginar los placeres estoicos de lo que hay que leer con la alegría epicúrea de lo que se lee por puro lujo. Digamos Stevenson o Cendrars, por ejemplo.

Ya después, conocí a Paco Camarasa: de su mano, cuando regentaba La araña, llegué a Italo Svevo y, algo más tarde, al cuerpo del delito: Chandler, West, Izzo, Vargas. Puedo decir, pues, que gracias a Savater y a Paco, ahora mismo, puedo leer lo que me da la gana sin mala conciencia y, muchas veces, con alegría: ya no soy gobernanta, ni inglesa, ni (ya lo ven) estricto, aunque las contingencias de la vida nos mantengan a todos etimológicamente adolescentes. En fin: ¿por qué les cuento esto?

Les cuento esto porque esta tarde, mañana y pasado mañana, quizá el próximo miércoles y alguna otra tarde pienso acudir a la Fira del Llibre. Ahorré un dinerito que pienso fundirme en libros: desde la «Mala letra» de Sara Mesa, hasta la de romanos de Posteguillo y, entre ambas, lo que mande Heide y lo que recomiende Alfons en la Turia: hasta que se acabe lo que se daba. Eso sí: no pienso comprar ningún libro que en la faja o en la solapa aseguren que «engancha», mientras tres bocazas entrecomillados confiesan que no pudieron dejarlo hasta las luces de la madrugada. No te jode: yo también estoy enganchado al Lecturas del domingo. De hecho, hay libros que no puedo dejar: duermo como un tronco con ellos sobre el regazo. Pero hay otros que te enganchan de verdad, y esos tienes que dejarlos, a ratos y en extrema vigilia, para pensarlos, porque duelen, para reírte a gusto.