Progresar? ¿Qué es para ti progresar?», discutían aquellos jóvenes. «No habrá progreso mientras en el pueblo no tengamos fiesta de camisetas mojadas». Lo escuché más o menos así, a bordo de un tren, hace algunos años. Durante las últimas décadas, gran parte de nuestra sociedad se había acostumbrado a un confort proporcional a la delegación de responsabilidades en las instituciones. El progreso pareció diluirse, a menudo, en la indiferencia hacia lo ajeno. Pocos días atrás, en estas mismas páginas, mi amigo Higinio Marín aludía a esa situación empleando la metáfora del ogro filantrópico: este ogro no sería otro que el Estado. Junto con haber promovido la seguridad y la libertad de millones de personas, el Estado „argumentaba„ también habría fomentado una dejación de responsabilidades, una minimización de la conciencia ciudadana que se habría traducido en la pérdida de nervio asociativo.

El Estado como adormidera. No poco de ello ha habido durante el auge del bienestar en nuestro país. Ahora bien, para que tal fenómeno se produjera, era necesaria una convergencia con otros factores. La posición subsidiaria del Estado no explica la disipación de la conciencia ciudadana. En los países de nuestro entorno, ésta ha tenido lugar gracias a la confluencia de otros procesos. Entre ellos, algunos tienen que ver con la generación y control del deseo.

El nuevo capitalismo pivota en torno a la producción de necesidades: las inocula en los ciudadanos por medio de la publicidad, aliada con los medios de masas. Su transferencia a la esfera política ha dado lugar a la conversión de las sociedades en grandes superficies y de los ideales en propaganda. Los resortes del neocapitalismo han prendido hasta generar deseos de invernadero que forjan los hierros de una jaula no por invisible menos sólida. Los rehenes del engranaje imploran „¡prestidigitación admirable!„ para que la jaula siga como hasta ahora: tanto más cómoda (y peligrosa) cuanto menos llamativa.

Todo ello conduce a la jibarización del horizonte. Otros modos de vivir quedan al margen por el espejismo de que la existencia se decide con esas reglas de juego: como si no se pudiera mejorarlas, o inventar otras. Como si no hubiese felicidad distinta del acceso a los productos de consumo. Como si, más allá de la elección entre una marca de telefonía móvil u otra, la palabra libertad se convirtiera en un significante vacío.

La entraña de ese neocapitalismo que secuestra las conciencias es profundamente reaccionaria. El sistema no nos hace libres, sólo nos empuja a creerlo; no ama a las personas que lo sustentan, sino que las exprime para vaciarles el bolsillo; no las concibe como seres humanos llamados a convertirse en la mejor versión de sí mismos, sino como carnaza para el consumo „que a su vez viene a ser engullida„ y como materia prima para la productividad del sistema, cuyos engranajes engrasa al haber asumido la necesidad de sus productos.

Reflexiones de esta índole fueron expuestas por Herbert Marcuse en su influyente obra El hombre unidimensional (1964). He tenido ocasión de revisitarla para hablar de ella a mis estudiantes y he vuelto a constatar su vigorosa actualidad. Más adelante, Marcuse afirmaría que el marco descrito abona la emergencia de una nueva izquierda, una izquierda que no habría de pivotar ya sólo en torno a la revuelta contra la miseria material sino que brotaría de la protesta contra la indigna posición del ser humano en esta sociedad de las necesidades creadas y de la superabundancia que genera sus propios mecanismos de control. Frente a todo ello, la nueva izquierda habría de promover una cultura de la reciprocidad y la acogida.

¿Y nuestra nueva izquierda? El Estado neocapitalista adormece al ciudadano gracias a la combinación anestésica de publicidad, necesidades creadas y satisfacciones provisionales; la carrera hacia las nuevas elecciones „en nuestro país pero también en otros„ parece estar diseñada sobre ese mismo patrón, heredero del panem et circenses. Por lo que respecta a las fuerzas de izquierda, la pregunta es si sus líderes, más allá de los pactos de última hora, han tomado en serio la reflexión programática sobre el horizonte político que quieren contribuir a transformar. Su insistencia en la organización del poder, en la suma de escaños y las tácticas mediáticas „otra vertiente de la política fagocitada por la sociedad de consumo„ probablemente no les deja tiempo ni energías para ello.

Y, sin embargo, resulta preciso tomar conciencia. El sometimiento al control de las instancias generadoras del deseo, la complacencia hedonista y la indiferencia ante la desgracia ajena „la de los oprimidos, los perseguidos, los exiliados que llegan a nuestras puertas„ han prendido con fuerza en las sociedades occidentales, embarcadas en una travesía en la que para no estancarse han de inmolar víctimas en el altar de la productividad. Muchos de nuestros políticos dormitan al calor de ese fuego que no se extingue; otros dedican sus energías a discutir sobre escaños y poderes. Son actitudes distintas que brotan de una semejante embriaguez. La produce un opio que les encanta. No les acompañemos en ese sopor.