A todos los Gobiernos de la democracia se les resiste la reforma de la Administración. Nos referimos a la reforma de las relaciones de las administraciones con los ciudadanos, de las relaciones entre las administraciones, de los tipos de órganos, y de la función pública.

Antes de alcanzar el poder, la mayoría de los partidos políticos incluye la reforma de la Administración en sus programas, pero al llegar al poder se suelen olvidar de este tema. El Partido Popular aprobó en 2012 un programa aparentemente ambicioso de reforma administrativa pero se ha concretado en suprimir organismos superfluos, duplicados o agonizantes, con el único objetivo de reducir el gasto público, y en la refundición de leyes. Y no es que no sea necesaria la supresión de organismos innecesarios, o la claridad de la legislación, pero ni son suficientes ni abordan los asuntos principales: la reforma de las Administraciones que las haga más eficaces y eficientes convirtiéndolas en auténticos motores de la sociedad en vez de en rémoras para el progreso.

Es justo decir que cada Gobierno de la democracia ha ido poniendo sus granitos de arena, llevando a cabo reformas parciales e incompletas que, en no pocas ocasiones, en vez de mejorar la Administración la han empeorado. La reforma más ambiciosa, parcial e inacabada, se llevó a cabo siendo ministro Jordi Sevilla en 2007, mediante el Estatuto Básico del Empleado Público. Pero dicha ley necesitaba como complemento una ley de desarrollo estatal y diecisiete leyes de desarrollo en el ámbito autonómico. La ley del Estado no se ha aprobado todavía y la legislación autonómica o no se ha producido o no ha tenido en cuenta las novedades de ese Estatuto. El caso es que sigue vigente parcialmente la Ley de Funcionarios Civiles del Estado franquista de 1965.

Una de las novedades más sobresalientes del Estatuto Básico del Empleado Público ha sido la introducción de la llamada «evaluación del desempeño» de los empleados públicos. Se trataba, y debería tratarse ahora, de llevar a la función pública algo que es habitual en el mundo de la empresa privada. Esto es, valorar la actividad desarrollada por cada uno de los empleados públicos, y como consecuencia de dicha valoración adjudicar a los mismos los correspondientes incentivos económicos, y condicionar la progresión en la carrera funcionarial. Pero lo cierto es que la evaluación del desempeño no se está practicando de acuerdo con lo previsto en el Estatuto. Llevarla a cabo supondría una auténtica reforma de las administraciones públicas, que ni la clase política ni los grupos de presión funcionariales están dispuestos a afrontar, o a soportar. Porque, evaluar singularmente a los empleados públicos, pondría al descubierto no solo el perfil de cada empleado sino el funcionamiento eficiente, el ineficiente y otras tantas anomalías de las unidades administrativas de cada Administración pública. Y esto, para los que tienen una visión conservadora de las administraciones públicas, supone asumir grandes riesgos, los que derivan de la liquidación del cómodo status quo que impera en la actualidad.

La organización de las administraciones públicas es en exceso rígida y está enquistada en patrones de principios del siglo XX. La intervención eficiente de la Administración en la sociedad exige organizaciones mucho más agiles que las que conocemos, adoptando técnicas organizativas que se practican desde hace décadas por las organizaciones privadas más eficientes. Y lo lamentable es que la Ley 40/2015 del Régimen Jurídico del Sector Público, aprobada a finales de 2015, no aporta novedades organizativas, ni abre nuevas puertas a la modernización de las administraciones públicas; a salvo de su conversión electrónica, que se ha pospuesto parcialmente para finales de 2018, por la Ley 39/2015 del Procedimiento Administrativo Común de las Administraciones Públicas.

La reforma de la Administración es capital para conseguir mayor eficacia y eficiencia con los mismos recursos financieros, sin necesidad de subir los impuestos, que es la solución simplista que se les ocurre a numerosos partidos políticos. No en balde, las sociedades más eficientes son las mejor organizadas, las que disponen de organizaciones administrativas de mayor calidad.

Un ejemplo elemental, entre los innumerables que podrían ponerse, se da en la contratación pública que supone, en su conjunto, una de las mayores partidas de gasto de las administraciones públicas. Los contratos públicos de obras, de servicios y de suministros han sido nichos de corrupción y de ineficiencia administrativa. La corrupción en la contratación pública produce, al menos, dos efectos nocivos: excluye a los mejores empresarios del mercado y merma la calidad de obras, servicios y suministros. Pero no es solo la corrupción la causante del incremento del precio de adjudicación las obras públicas, de los suministros o de los servicios y de su merma de calidad. La causa mayor deriva de que los servicios de contratación pública no son eficientes. No lo son por deficiencias organizativas y por una preparación insuficiente de los funcionarios para supervisar los proyectos y para controlar la ejecución de los contratos. ¿Cuántas obras publicas han concluído sin incrementos del precio de adjudicación, o por debajo del mismo, en el último año, o en la última década? La gestión eficiente de los contratos públicos tendría como efectos benéficos acumulados: la liberación de recursos, que podrían utilizarse para la prestación de servicios públicos; así como la selección y promoción de los mejores empresarios en un mercado que debiera estar presidido por la libre competencia.

Valga otro ejemplo. El gasto público mayor se integra por las partidas sanitaria y educativa, que suponen en torno a 110.000 millones de euros anuales. Los gestores de la sanidad y de la educación públicas parecen rehenes de modelos organizativos que siendo buenos son francamente mejorables. Con los mismos recursos, y sin llevar a cabo la privatización de la gestión de los servicios públicos sanitarios y educativos, es posible acometer reformas organizativas que conviertan dichos servicios públicos en más eficientes. Pero claro, para llevar a cabo dichas reformas es preciso llegar al poder con proyectos organizativos de calidad, elaborados por expertos solventes y contrastados políticamente. Proyectos que se implementen con la complicidad de la mayoría de los afectados,a los que se explique, dejando al lado la retórica, la difícil situación económica por la que atraviesa nuestro país, en que difícilmente mejoraremos sin maximizar los limitados recursos públicos de que disponemos (humanos, materiales y financieros). Pues la solución de nuestros problemas no pasa ni por el incremento de la presión fiscal ni por el incremento de la deuda pública.

Para afrontar reformas que consigan la que debería ser máxima de los que detentan el poder, es decir, el bienestar de los ciudadanos, es necesario, cuando se llega al poder, dejar a un lado los intereses partidarios y los personales, arriesgarse a grandes críticas y estar dispuesto a ser arrollado o destruido por propios o extraños en el intento de desempeñar con honestidad las funciones encomendadas por la Constitución y por las leyes. Ese es el espíritu de los hombres y mujeres de Estado tan necesarios siempre, y muy especialmente en etapas de crisis económica y de valores como la que vivimos en España y en Europa.