En 1954 el primer avión a reacción para transporte de pasajeros con cabina presurizada, el Havilland Comet, sufrió un accidente en el que hubo 68 muertos. Las investigaciones revelaron que el diseño cuadrado de las ventanillas del avión exponía algunos puntos de su superficie a unas presiones cuya reiteración abría fisuras que colapsaban. Fue un caso más de lo que desde 1860 se conocía como «fatiga de materiales»: los metales y las cerámicas, por ejemplo, resisten peor la repetición de cargas y esfuerzos menores pero cíclicos, que la de esfuerzos mayores aplicados de manera continua.

Es posible que a ciertos aspectos del psiquismo humano se les pueda aplicar este descubrimiento de la ingeniería mecánica: si se reitera un número suficiente de veces un esfuerzo, aunque sea menor, acaba con la resistencia del sujeto. Nuestra situación política ilustra muy bien ese fenómeno: la sola idea de tener que soportar otra campaña electoral anticipa una fatiga que parece fácilmente explicable.

Sin embargo, el asunto merece ser pensado un poco más despacio porque la reiteración no es causa suficiente para explicar la fatiga que padecemos. Incluso cabría plantear que al ser humano le ocurre lo contrario que a los metales: cuanto más se repite un esfuerzo más capaces nos hacemos de volver a realizarlo, y con frecuencia mayor es también la satisfacción que nos produce. Es el caso de los deportes, por ejemplo, pero también del entrenamiento de destrezas prácticas y capacidades intelectuales.

Los pilotos de carreras dan vueltas sin parar a un circuito cerrado y no parece que hacerlo disminuya su capacidad ni que la reiteración consuma su afición ni la de los espectadores. Y otro tanto ocurre con las obras de arte, la música o el cine. En realidad la única repetición que fatiga es aquella en la que no se puede buscar o admirar la perfección. Hacer algo tan bien como sea posible es suficiente motivación para que estemos dispuestos a repetirlo tantas veces como sea posible.

Así que nuestra fatiga política no procede, como tantas veces se dice, de la mera repetición de las elecciones y su campaña con la correspondiente guarnición de debates, mítines, giras y atención mediática. Aunque cansino, todo lo anterior no basta para abrir las fisuras por fatiga política que vemos ensancharse entre nosotros. Si ese fuera el problema, no habría problema en realidad. Pero lo hay. Y es un problema de «diseño», del que forma parte el diseño mismo como problema de lo político. Ciertamente no es el único problema, pero este no es de naturaleza menor.

El fondo de nuestro problema es que apenas hay nada con fondo en los políticos y sus soflamas. Nuestros actuales líderes políticos son como personajes de un contexto sin texto: salvo por error, apenas dicen nunca nada más que lo que se espera que digan. Como hacen tanto caso a sus respectivos asesores de imagen y comunicación, consiguen evitar casi todos los errores al precio de enfundarse eslóganes y argumentarios tan previsibles como un bobo goteo. Hasta los exabruptos antaño revolucionarios hoy saben a precocinados. También los recién llegados están tan manufacturados que padecen la obsolescencia programada de los electrodomésticos. Oírlos es casi siempre como el penoso retorno de la marmota y su día.

Nuestra fatiga no surge por exceso de política sino por defecto: lo que no encontramos en la política contemporánea es la pasión y la perfección de lo político, a saber, ideales. Lo que nos aburre de nuestros políticos es que hacen lo que haría cualquiera que antepusiera su conveniencia o la de los suyos. Y así, incluso los partidarios de la estatalización de todo, agravan la verdadera crisis actual de lo público privatizándolo en sus intereses o en los de su clase, que tanto da, porque ambas malogran lo común.

Nuestra fatiga política es estructural y surge de la desaparición de lo político como punto de vista, como altura ideal desde la que algunos individuos sienten y hacen sentir la pasión por ofrecer lo mejor de sí mismos a los demás, sin excepción. Cuando un político no tiene nada realmente generoso que ofrecer a los demás, pero quiere seguir siéndolo, entonces ya se ha corrompido en él «lo» político, y no tardará mucho en corromperse «el» político.

De ahí surgen tanto su corrupción como nuestra fatiga. En política sobra táctica, oportunismo, marketing y ambición partidista, pero falta la anomalía que significa lo genuinamente político: «todo hombre -dice Schopenhauer- que no pretende, como los demás, procurarse únicamente su bienestar personal sino que persigue un ideal que se ha apoderado de su pensamiento y de su voluntad, hace un extraño efecto en este mundo». Es su ausencia lo que da alas a los Trump, Le Pen y sus variantes caribeñas o no tan caribeñas, que viven de fingir el «extraño efecto» que produce la política genuina.

Es fácil suponer el aire quijotesco que la apelación a la generosidad y los ideales habrá tomado para quienes chapotean resignados en un cinismo que creen el jugo de la vida, aunque no es más que el lodo de su desengaño. Pero sin las locuras del hidalgo, el sentido común de Sancho Panza no es más que un saco de ambiciones cortas y cautelas medrosas.

De ahí también la agobiante mediocridad de la mayoría de nuestros políticos: no tienen nada que ofrecer más que su tenaz voluntad de conquistar el poder o no perderlo. Sin embargo, y a pesar de lo que se supone, esa voluntad de poder no les convierte en políticos, sino que implica una apropiación subjetiva del poder cuyos efectos objetivos son a medio y largo plazo la generalización de la corrupción y de nuestro cansancio.

La crisis de representación no se solventará con la necesaria democratización de los partidos, ni con la pluralidad parlamentaria, ni con la multiplicación de fórmulas participativas, ni con la petulante pretensión de representar lo nuevo frente a lo viejo o a la inversa. De lo que nuestra política carece es de lo político; y lo que nos fatiga de los políticos es que no lo sean.