Uno se plantea si quizá septiembre sea el mes odiado universal y necesariamente. La de agosto es muy mala compañía, por eso de las comparaciones. Fíjense: la llegada del noveno mes del año precisa de diversos mecanismos de engranaje, algo así como una vaselina mediadora que tercie entre la ficción veraniega y la realidad otoñal. Fascículos por entregas, escapadas de fin de semana a bajo coste, la vuelta al cole, variopintos reguladores que introducen septiembre, tan lacerante, tan cruel, que abocaría al suicidio si no fuera porque uno tiene donde aparcar a sus hijos o vislumbra esperanzas de romper la sórdida rutina laboral. Decía esto de la ficción estival por mor del contenido ontológico de las vacaciones. La ontología otoñal, contrariamente, se revela desnuda y sin ornamentos. Pagar la hipoteca, el paro, nuestro moribundo gobierno en funciones, los exámenes, el cajero automático, la corbata y tal, ahí queda manifiesto el sadismo de septiembre, octubre, noviembre... Luego llegará agosto 2017 con el mojito y la toalla, el sudor, turistas de patatas bravas y fritanga... 30 días de anestesia y luego uno asume gustosamente elevadas cuotas de cochambre. De no ser por estos chutes de cutrerío playero habría que pensar la posibilidad metafísica de la aniquilación del planeta tierra. Así entendemos el poder fáctico de las pensiones, simétrico a la ficción veraniega: se trata de simular dignidad, tiempo libre o una vida holgada.

La obcecadamente realidad otoñal, decíamos, embiste sin caridad, como reza esa célebre letra de Quintero, León y Quiroga en Romance de valentía: «morir se me importa un pito, pues nadie me iba a llorar». La insoportable levedad del ser se manifiesta desnuda ante los ojos de septiembre, el mes rutinario por antonomasia. A tenor de este drama, concluyo que no todos los meses son iguales. Replantearse el calendario laboral, el tiempo vital y la existencia en general ayudaría a sobrellevar estos insufribles cambios de ritmo biológico y emocional. O mantener eternamente agosto. No lo sé.