Escribe John le Carré en sus recientes memorias de imprescindible lectura, Volar en círculos: «Un ejercicio de amnesia controlada relega el pasado al desván de la historia». En este país somos expertos en amnesia, controlada y descontrolada, y a veces ocurren cosas que ni el más absurdo sueño de la razón podría imaginar. Cuando era pequeño, muy pequeño, vivía en Barcelona. Después volví, pero eso ya es otra historia. Cuando era pequeño, digo, las cosas, como a todos los niños, me parecían mucho más grandes de lo que son. Por ejemplo, la plaza de Cataluña, en la que me perdí con cuatro años y acabé en la comisaría de la guardia urbana que allí había hasta que mi padre vino a rescatarme.

Según me contaba él, yo no lo recuerdo, fui bastante maleducado con la policía municipal: a uno le llamé imbécil y a otro le saqué la lengua. Se debieron reír mucho con aquel niño impertinente. Pero sí recuerdo perfectamente cómo me perdí, la plaza me parecía inmensa y no era capaz de encontrar a mi familia. Menos mal que la policía me encontró. También me parecía algo colosal la estatua de Colón, al final de las Ramblas, en plena ebullición de quioscos, puestos de pájaros y marineros de la VI flota de los USA. Mi padre, que era un gran alimentador de imaginaciones infantiles, me contó una vez que lo más importante del monumento a Colón era el dedo. «En el dedo» me dijo «hay una biblioteca con los libros más importantes de la historia». Sólo mide medio metro, con lo cual, si la hubiera, debería ser una biblioteca minúscula. Me lo creí a pies juntillas. Tanto, que en los veinticuatro años que he vivido en Barcelona jamás subí en el ascensor del monumento. Sigo creyendo que en el dedo de Colón hay una biblioteca repleta de libros. Ahora andan con la matraca de cargarse el monumento. Deberían enterarse de quién lo mandó construir y qué representa. Pero, sobre todo, que a nadie se le ocurra tocarlo porque en el dedo del almirante está la primera biblioteca de mi historia.