El otoño es la estación donde explota el colorido de los caducifolios oceánicos, rodeados por perennifolios, adaptados a la dureza árida y fría de los climas mediterráneos y continentales, respectivamente. La imagen es tan espectacular que se ha convertido incluso en atractivo turístico. Perder la hoja supone que el árbol tiene un problema climático, en el mundo tropical, la estación seca; en el oceánico, la estación fría. Pero al tiempo es indicativo que la estación óptima es suficientemente larga como para que el árbol pierda tiempo y energía en desarrollar la hoja nueva. Por eso en el mundo mediterráneo, con un verano seco, y en el medio continental, con un invierno muy prolongado, las especies suelen ser perennifolias: la solución es paralizar la actividad, no eliminar hojas. Especies como el roble, el haya o el castaño pierden la hoja pero, antes, éstas cambian de color para evitar el derroche de los nutrientes en ellas almacenadas. Los árboles invierten sus células y el aparato fotosintético que antes almacenaban fósforo y nitrógeno en las hojas y ahora deben absorberlo. Pero aún con la clorofila en las hojas, siguen tomando radiación solar que al no realizar la fotosíntesis, pasa a las moléculas de oxígeno y las activa, lo que les hace peligrosas, al dañar partes de las hojas. Con el fin de limitar estos daños, las hojas rompen su clorofila en moléculas menos peligrosas, normalmente transparentes y así, los pigmentos amarillo y naranja, que estaban por debajo, quedan expuestos. Otros árboles, muy frecuentemente en Norteamérica, toman una precaución contra esa activación del oxígeno al cubrir la clorofila con pigmentos rojos. Sitios como Muniellos, Ordesa, Irati, la Garrotxa o el Gorbeia son testigos de un hermoso ejemplo de reciclaje.