En los primeros años setenta del siglo pasado, el Ayuntamiento de Valencia comenzó a hacer públicos los índices de contaminación atmosférica, de los que se hacía eco habitualmente la prensa, e incluso tuvo que dar explicaciones por la contaminación creciente en la ciudad. La novedad, hasta esos momentos inédita aquí, procedía de las industrias y de la circulación en aumento de vehículos a motor. Y en esos años, algunas cartas al director de periódicos locales ya proponían la conveniencia de limitar el acceso de coches al centro histórico.

Esas mismas cuestiones se plantearon en muchas ciudades de Europa y América y entre nosotros, más de cuarenta años después continúan vivas. Aquellos coches eran más contaminantes que los actuales, pero hoy la cantidad que circula por nuestras ciudades se ha multiplicado, hay muchísimos más, y los índices de polución son igualmente preocupantes y graves (recuerden los recientes problemas en Madrid). La Organización Mundial de la Salud (OMS) alerta sobre su influencia en el desarrollo de diversas enfermedades e insiste en que la salud está más protegida cuanto menor es el nivel de contaminación atmosférica urbana.

Además de la calidad del aire, otras razones para limitar el tránsito de vehículos apuntaban a la congestión del tráfico, los peligros para viandantes y las molestias acústicas para los residentes. Con posterioridad, cuando los coches llegaron a constituirse en los protagonistas indiscutibles de la ciudad, se pudo comprobar que el problema era más grave, estuviesen mal o bien aparcados o circulando. Los espacios públicos urbanos, tradicionalmente punto de encuentro y de disfrute de la gente, quedaron desfigurados, convertidos solo en lugares de paso, una función empobrecida por las trasformaciones en las calles para adaptarlas a los coches.

Por ejemplo, en Valencia los setos ajardinados centrales de las granvías se recortaron para añadir carriles de circulación a las calzadas. Hoy esos paseos no se disfrutan porque están flanqueados por vías rápidas y ruidosas, como también ocurre en la calle de Manuel Candela. En otros casos se sacrificaron árboles de porte magnífico para la circulación de coches, como en la Avinguda del Port. Plazas emblemáticas, como las del Mercat y la Reina, se convirtieron en una especie de carreteras a beneficio del tránsito de vehículos y para incomodidad de transeúntes. En cambio, vemos que peatonalizar la de la Seu, o de la Virgen, es una buena muestra de las virtudes de una plaza pública liberada de coches, llena de viandantes, pacificada.

A la vista de la experiencia de la transformación de la ciudad para el coche, muchas ciudades europeas hace años que iniciaron el camino inverso: recuperar los espacios públicos para quienes pasean, dar prioridad completa al transporte público y generalizar el uso de las bicis. A las razones de mejora de la confortabilidad para los ciudadanos hay que añadir hoy otra no menor en beneficio del planeta: contribuir a la disminución de, entre otros, los gases de efecto invernadero. Hace cuarenta años la contaminación parecía un problema localizado y hoy sabemos que es global.

Se trata de cambiar la manera de cómo nos movemos por la ciudad. El coche no es el medio adecuado para desplazarse por su interior, su tránsito genera la contaminación, y aumenta el estrés de los que conducen por las incomodidades de la circulación y el aparcamiento. Hoy el transporte público en Valencia es de buen nivel, aunque se puede mejorar (por ejemplo, con la unificación de tarifas de metro y bus). Recuperar la bici como medio de transporte habitual, un ejercicio más que saludable, pacifica la ciudad, al tiempo que exige que los ciclistas se eduquen en el respeto al viandante. Y caminar, además de saludable, puede convertirse en un disfrute de los espacios públicos. Si modificamos la manera de funcionar dentro de la ciudad, podremos mejorar la vida y favorecer el comercio y el turismo responsable. Esa es la experiencia de muchas ciudades europeas, es un cambio cultural pendiente que merece la pena.